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ALOCUCIÓN DEL PAPA PABLO VI
A LOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA PONTIFICA DE LAS CIENCIAS


Domingo 13 de octubre e 1963

 

Señores:

No tenemos la intención de pronunciaros un discurso. Y no es por falla de cosas que deciros; este encuentro con la Academia Pontificia de las Ciencias despierta en nuestro espíritu toda una serie de temas, de problemas, de sentimientos que merecerían su expresión. Pero no es este el momento. En estos días, absorbidos por el Concilio y por los problemas que lleva consigo, nos falta el tiempo. Nos limitaremos, pues, a un breve saludo, lleno de cordialidad para las personas que tenemos el gran honor de encontrar, lleno de deferencia para la institución que tenemos la feliz ocasión de recibir.

Como acabáis de decir, señor presidente, una estima qua data de antiguo y una amistad sincera nos liga a vuestra Academia. Nos es grato reanudar hoy este conocimiento y saludar, ante todo, en vuestra persona, señor presidente, al digno sucesor del llorado e inolvidable padre Gemelli.

Es una alegría para Nos volver a encontrar la Academia, en la plenitud de sus efectivos, dedicada a continuar fielmente sus actividades tradicionales.

Y a este propósito, es para Nos un deber confirmar a los antiguos académicos nuestros sentimientos incondicionales y desear una gozosa bienvenida a los nuevos que no hemos tenido todavía el placer de saludar como miembros de esta ilustre sociedad.

Queremos también expresar nuestro agradecimiento a las personalidades que han aceptado la invitación de nuestra Academia y han venido a tomar parte en esta Semana de estudios, aportando la valiosa contribución de sus doctos trabajos y la expresiva adhesión de su presencia.

También queremos confirmar a los que pertenecen a la Academia de las Ciencias y a los que participan en estos trabajos o los honran con su simpatía nuestra profunda estima por esta institución, y, en consecuencia, la resolución que nos anima de concederle el apoyo y el honor, capaces de asegurar su estabilidad y favorecer su desarrollo.

Es solemne, a nuestros ojos, la responsabilidad que nos viene del Papa fundador de vuestra Academia; profunda es la estima que sentimos por sus miembros y promotores; tenemos exacta conciencia de la importancia y exigencias de la alta cultura científica de nuestro tiempo; es vivo y acuciante en nuestro espíritu el sentimiento del deber, del interés, y en cierto sentido, de la necesidad que tiene la Iglesia católica de mantener las relaciones más sinceras con el mundo científico contemporáneo. Digamos finalmente que nos sentimos estimulados por la certeza de que nuestra religión no solamente no opone objeción alguna real al estudio de las verdades naturales, sino que puede sin salir de las fronteras de su propia esfera, sin franquear las del campo de la ciencia propiamente dicha, ayudar a la investigación científica, alabar sus éxitos, favorecer su mejor utilización para el bien de la humanidad.

La religión que tenemos la dicha de profesar es, en efecto, la ciencia suprema de la vida; pues es la más alta y bienhechora, maestra en todos los campos donde la vida se manifiesta. Podrá parecer ausente, cuando no solamente permite, sino que ordena a los sabios obedecer únicamente a las leyes de la verdad; pero observando de cerca, está todavía más cercana a él para alentarle en su difícil exploración, asegurándole que la verdad existe, que es inteligible, que es magnífica, que es divina; y recordándole, en cada momento, que el pensamiento es un instrumento apto para la conquista de la verdad y que es necesario utilizarlo con tal respeto a sus propias leyes que sienta continuamente la referencia a una responsabilidad que le compromete y le trasciende.

Con esto, señores, os manifestamos la seriedad y el favor con que consideramos esta institución, en la que nos complace ver una representación del mundo científico, al que enviamos, con esta ocasión, y por medio de intérpretes tan autorizados como vosotros, nuestro saludo respetuoso y nuestros alientos.

Este saludo puede quedar simbolizado en la medalla de oro de “Pío XI”, que tenemos el placer de conceder al profesor Aage Bohr —hijo de la nación de Dinamarca, cuyos insignes méritos tenemos el honor de apreciar—, sabio célebre por sus estudios sobre la estructura nuclear y el análisis teórico del movimiento de los núcleos atómicos. Que la concesión de esta recompensa sea una nota de admiración y de aliento, tanto para la digna persona de este joven profesor, como para la noble falange, convertida hoy en un verdadero ejército, de sabios dedicados a la moderna y maravillosa exploración del microcosmos físico.

Viniendo de nuestras manos sacerdotales, este premio quiere ser una calurosa invitación, una llamada evangélica a todos los responsables, para que no hagan jamás de la ciencia, y sobre todo de sus múltiples aplicaciones prácticas —en particular de la ciencia nuclear y de sus formidables y posibles utilizaciones—, un peligro, una pesadilla, un instrumento de destrucción para la vida humana. Ya otro de nuestros sabios predecesores, Pío XII, en 1943 y también en 1948, ponía en guardia, ante esta misma Academia, contra la terrible y amenazadora posibilidad de que la energía atómica pudiera ser fatal para la humanidad. Y, recientemente también, Juan XXIII, de feliz memoria, en su encíclica Pacem in terris, ya célebre, formulaba el voto de la prohibición de las armas nucleares.

Queremos hacer nuestro su deseo paternal, y, con todos los hombres de buena voluntad y prudencia que hay en el mundo, ansiar que sea conjurada tal amenaza, en pro de la salud y de la paz de la humanidad.

En vuestra pacífica asamblea, gracias a Dios, os encontráis lejos de perspectivas tan tenebrosas. Habláis del “papel del análisis econométrico en la formulación de los planes de desarrollo y en el estudio de las fluctuaciones económicas”. Es el tema de vuestra Semana de estudios, un tema que tiende a reunir los resultados modernos de una rama científica nueva, y a presentarlos a la política económica, para ayudarle a formular estos planes de seguridad más firmes y de un mayor desarrollo que pueden contribuir tanto al bienestar y a la paz de los pueblos.

No queremos abordar este tema ni comentarlo. Pero nos gozamos en que personas tan eminentes hayan venido a exponerlo ante esta Academia, y les agradecemos esta gran contribución que aportan de esta forma al progreso de la ciencia y al buen nombre de esta Academia. Nos sentimos obligados de felicitaros por la elección, la forma de tratar y las metas de tema tan rico para la investigación científica, fecundo en aplicaciones prácticas. También estamos seguros que estos estudios de econometría, integrados en los demás conocimientos de los fenómenos humanos, comprendidos en el campo económico, serán verdaderamente de gran utilidad para el progreso ordenado de  civilización humana.

Al mismo tiempo que os saludamos paternalmente, imploramos sobre vuestras. personas y sobre vuestros trabajos la protección de Dios, concediéndoos a todos nuestra bendición apostólica.

 


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