ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
DURANTE LA SANTA MISA CELEBRA
CON MOTIVO DEL IV CENTENARIO DE LA INSTITUCIÓN DE LOS SEMINARIOS
Basílica Vaticana
Lunes 4 de noviembre de 1963
El gran rito que estamos celebrando habla ya por sí; su solemnidad nos ofrece el importante motivo que Nos ha movido a celebrarlo en la fiesta del 4 de noviembre, dedicada a San Carlos Borromeo, y en esta sede, la basílica de San Pedro, donde se está desarrollando el Concilio Ecuménico Vaticano II, y el haber querido que oficiara el venerado cardenal Pizzardo, prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios, pues deseamos conmemorar dignamente, con este acto extraordinario de acción e impetración de gracias a Dios, el cuarto centenario de la institución de esas aulas, abiertas en cada una de las diócesis, llamadas seminarios, que están destinadas a la formación de los alumnos que se preparan para recibir la sagrada ordenación y ejercer luego dignamente el ministerio sacerdotal.
Una fuente de gracia
Esta institución, como es sabido, se debe al canon XVIII de la sesión XXIII del Concilio de Trento, firmada el 15 de julio de 1563. La ejecución de este decreto tuvo rápidamente celosos promotores; uno de los primeros fue precisamente San Carlos, entonces arzobispo de Milán, destacándose entre todos por aplicar en su diócesis y en su provincia las disposiciones del Concilio tridentino; y convencido como estaba de la importancia decisiva de la institución de los seminarios, inmediatamente fundó gran número de ellos, y fue él ciertamente el primero en dar al principal de sus seminarios, situado en el corazón de la ciudad, una sede monumental, todavía catalogada entre los edificios clásicos del suntuoso renacimiento milanés, y que aguarda ahora su reapertura, dignamente restaurado, para continuar su secular y providencial función. Cfr. Giussano, I, II, V.)
Esta misma tarde, en esta basílica, ahora empleada como aula conciliar, hablará el señor cardenal Esteban Wyszynski, arzobispo de Goiezno y Varsovia, sobre el origen histórico y significado eclesiástico que tuvo la institución de los seminarios; ya desde ahora le agradecemos que sume al interés de tema tan importante el prestigio de su experiencia y de su dignidad.
Nuestra carta apostólica, de inminente publicación, dirigida a los obispos de toda la Iglesia, hablará de la estima que todos hemos de prestar a las aulas seminarísticas y del fruto que profesores y alumnos, de forma especial, han de sacar de la celebración de este Centenario. Comienza con las palabras “Summi Dei Verbum”, y ha sido preparada con la experta colaboración de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios. En este documento, ponderado y extenso, como lo requería la importancia del terna, el primero de este estilo e importancia de nuestro Pontificado, hemos confiado muchas cosas, no todas, que creemos se han de recordar en circunstancia tan propicia sobre tema tan extenso y destacable. No es necesario, sin embargo, que nos extendamos hablando de ello en esta ceremonia; nuestra carta apostólica os dirá nuestros pensamientos y nuestros deseos. Pero no queremos renunciar a dirigir unas palabras a estos queridos seminaristas que vemos presentes en el sagrado rito y a quienes queremos abrazar en este momento con nuestro paternal afecto y considerarlos como representantes de sus condiscípulos, de todos los seminaristas, que hay en la Iglesia de Dios.
Nuestro corazón se ha dilatado
“Nuestro lenguaje ha sido con vosotros abierto —os diremos, queridos alumnos de nuestros seminarios, con San Pablo—. Nuestro corazón se ha dilatado” (2Cor 6, 11). Y queremos ver en vosotros a los exponentes más auténticos y generosos de la juventud, de esa juventud que entre las supremas elecciones que ha de hacer en el primer momento de lucidez de la vida y en la primera manifestación del amor genuino ha descubierto la mejor elección, que decide por todas; recordad: “... el reino de los cielos se asemeja a un tesoro escondido en el campo; el hombre que lo encuentra lo esconde de nuevo, y lleno de gozo, va; vende todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mt 13,44). De esa juventud que, de entre los dones con que la vida está enriquecida y que la juventud ansía, ha comprendido que un don vale por todos; recordad también: “... el reino de los cielos se asemeja a un buscador de perlas preciosas que habiendo encontrado una de gran valor, va, vende cuanto posee y la compra” (Mt 13,45). De esa juventud que ha individualizado, entre todas las voces que resuenan en su entorno y le encantan, una con acento singular, misterioso, pero inconfundible, grave y delicado al mismo tiempo, sosegado y potente; una voz suave y arcana, que resuena dentro, como atormentando, en el secreto de la conciencia, y resuena fuera, como pacificando, con la confidencia de un consejero sereno y autorizado, de una llamada que, al interpretar esa voz interior, la considera divina, y le dice sí, expresamente a la juventud, que no tenga temor a las cosas grandes, y que tema más a las malas y mediocres; una voz que es al mismo tiempo una invitación y una orden, una voz sencilla como un suspiro y profunda como un drama, la voz de Cristo, hoy también, hoy más que nunca, dice: “Ven y sígueme” (Mt 19,21).
Joven que escuchas: ¿Has oído esta voz: “Ven y sígueme”? Ella continúa: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
Diálogo entre el Maestro y el alma
Vosotros sabéis bien cómo se llama este diálogo. Se llama vocación. Cada uno de vosotros la guarda en el corazón, como el secreto de su vida, como la dirección de su futuro, como la energía de su actuar: “Ven y sígueme”.
Permitidnos que, precisamente como Vicario de ese Cristo, que primero se dirigió a sus discípulos, que luego serían sus apóstoles, os la repitamos a vosotros, aquí presentes; a vuestros compañeros, y a todos los jóvenes, de hoy y de mañana, que tienen la gracia y el coraje de escucharla: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mc 1,17).
Que es como decir: la obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad humana. Esta caridad divina hubiera podido, de haber querido Dios, manifestarse por sí sola, salvar directamente de por sí. El designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. Dios no ha dado solamente al mundo una revelación, una religión; le ha dado una Iglesia, una sociedad orgánica, una comunidad articulada, donde algunos hermanos trabajan por la salvación de los demás hermanos; ha constituido una jerarquía, ha instituido un sacerdocio, y el mensaje y la virtud de la salvación de Cristo alcanza hasta donde llega el sacerdocio de Cristo. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio del número y celo de los obreros del Evangelio.
He ahí la razón de la importancia incalculable de la vocación al servicio del Evangelio. En ella está interesado el drama de la salvación del mundo. El don de la vocación es un secreto de Dios, sí; pero que no se dé la vileza, ni la pereza, ni la pusilanimidad, ni la avaricia ni la impureza, hijos carísimos, que amenazan las almas juveniles; que el pensamiento de Dios os haga puros y fuertes para el ministerio de su Reino.
Bienaventurados vosotros, que conocéis esta verdad, y de ella tenéis una ardua y humilde experiencia. Bienaventurados, pues conocéis el aspecto que tiene hoy la vocación eclesiástica: no el de una herencia dinástica, ciertamente; ni el interés por una vida tranquila en un buen beneficio, ni la perspectiva de los honores eclesiásticos, ni la voluntad ajena que sustituya o prevalezca sobre la del candidato, ni siquiera el desencanto pesimista de un mundo insoportable, o la desilusión por las esperanzas fallidas, lo que traza el camino que conduce al seminario; ni el atractivo más noble de la cultura o del arte, que de por sí pueden situarse en un segundo término, subordinado a los atractivos auténticos que hoy estimulan a un joven a hacerse sacerdote. El atractivo auténtico, que os mueve a los alumnos del seminario, es la paradoja del seguidor de Cristo, que dijo: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8, 34). La vocación hoy quiere decir renuncia, impopularidad, sacrificio. Supone preferir la vida interior a la exterior, la elección de una perfección austera y constante en comparación con la mediocridad cómoda e insignificante; la capacidad de escuchar las voces angustiosas del mundo, las voces de las almas inocentes, de los que sufren, de los sin paz, sin consuelo, sin guía, sin amor, y a la vez la fuerza de hacer callar las voces lisonjeras y disolutas del placer y del egoísmo; quiere decir comprender la dura, pero estupenda, misión de la Iglesia, hoy como nunca empeñada en enseñar al hombre sir verdadero ser, su fin, su suerte y descubrir a las almas fieles las inmensas, las inefables riquezas de la caridad de Cristo.
Quiere decir ser jóvenes, tener la mirada limpia y el corazón grande, aceptar como programa de vida la imitación de Cristo, su heroísmo, su santidad, su misión de bondad y de salvación. Ninguna perspectiva de la vida ofrece ideal más verdadero, más generoso, más humano, más santo que la humilde y fiel vocación al sacerdocio de Cristo.
La imitación. de Cristo
No es énfasis, queridos hijos; no es retórica, y sobre todo, no es sugestión, ni locura lo que hace hablar así a la Iglesia. Es el conocimiento que tiene la Iglesia de vuestros corazones, de las gracias que el Señor ha derramado en vuestras almas; es la estima que siente por vosotros; es la esperanza que pone vuestros verdes años y en vuestros sueños generosos.
Y quizá sepáis, hijos, que la Iglesia no se atrevería a expresar sobre vosotros vaticinios tan altos y tan difíciles si le faltase la posibilidad práctica de estar junto a vosotros al enunciarlos y no fuera solícita en ayudaros a aceptarlos y a seguirlos. Si la Iglesia no hubiera desarrollado su arte de maestra de las almas y no tuviera sede e instrumentos para ejercerla, no podría hablaros con tanta franqueza. Pero la Iglesia hoy es capaz, y lo será mucho más mañana, de ejercer su sublime misión de educadora de los futuros sacerdotes, pues a este fin ha instituido los seminarios. El seminario es la escuela del silencio interior, en la que habla la voz misteriosa de Dios; es la palestra para el adiestramiento en las virtudes difíciles, es la casa donde habita Cristo, el Maestro. ¿Recordáis? Dos discípulos de Juan, habiendo oído lo que él decía de Jesús, que pasaba por la orilla del Jordán: “He ahí el Cordero de Dios”, fueron tras de Cristo. Cristo se volvió, y advirtiendo que le seguían, les preguntó: “¿A quién buscáis?” Ellos le dijeron: “Rabbi —que traducido quiere decir Maestro—, ¿dónde habitas?” El les respondió: “Venid y veréis” (Jn 1, 38-39).
Venid y seguidme, venid y veréis.
Si alguna vez, jóvenes, esta misma pregunta brotase del fondo incierto y emocionado de vuestras almas, que han intuido que Cristo es el único Salvador, que es Él a quien buscáis y Él quien os busca, y saliera de vuestros labios el “Maestro, ¿dónde habitas?, ¿dónde podemos encontrarte, Cristo; dónde conocer, dónde escuchar, dónde unirnos a Ti, dónde investirnos con tu misma misión?”, recordad que por boca de la Iglesia, por la de los obispos, por la de vuestros superiores y maestros la respuesta será siempre: “Venid y veréis”. Y la puerta bendita del seminario se abrirá ante vosotros. Que así sea.
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