ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS MISIONEROS EXPULSADOS DE SUDÁN
Martes 10 de marzo de 1964
Señor cardenal,
venerables hermanos y queridos hijos misioneros y misioneras del Sudán Meridional:
Os acogemos con un gran abrazo de paternal afecto, y con el corazón lleno de tristeza y emoción, en esta hora terrible de gran preocupación para vosotros, para los fieles de vuestras misiones, para las obras de asistencia y de educación, que forzosamente habéis tenido que abandonar.
Con inmensa pena hemos seguido el desarrollo de la situación, que ha terminado en tan grave crisis; y con viva solicitud os hemos querido en seguida aquí, en la casa del Padre Común, que es también la vuestra, juntamente con nuestro querido hijo el cardenal Gregorio Pedro Agagianian, prefecto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, para que el primer saludo a vuestra desconsolada llegada fuera el del Papa, que os habla para testimoniaros su benevolencia, su apoyo y su consuelo.
También pensamos en vuestros compañeros que os han precedido en la prueba; en los que permanecen allá, manteniendo con fuerza desigual la llama encendida, que debe continuar ardiendo e iluminando; y en todos, a todos los comprendemos en nuestra oración, en nuestro recuerdo, para deciros que Cristo está con vosotros según la promesa evangélica, y que su humilde Vicario os alienta y os bendice.
¿Cómo no entristecerse al ver terminar tan dolorosamente un siglo de generosos trabajos y de ansias apostólicas? La Iglesia católica, por medio de sus beneméritos y heroicos misioneros ha difundido incansablemente la doctrina de Cristo, llevando con ella un ordenado progreso civil, cultural y social; ha incrementado las obras de instrucción, de asistencia y de caridad, uniendo al pueblo en los lazos de la verdadera paz y de la mutua y constructiva concordia. Únicamente éste ha sido su programa, fiel solamente a su misión espiritual y benéfica. Ni el deseo de supremacía, ni el ansia de dominio, ni el afán de intereses materiales han movido la acción de los modestos e invictos sacerdotes, religiosos y religiosas, que, desde hace más de cien años, dejando su patria y sus más santos afectos, se han prodigado por el bien de aquellas poblaciones, amadas como su propia sangre. Desgraciadamente, en una región del país del que habéis sido expulsados, una violenta tempestad ha desbaratado todo, dejando a las ovejas sin su pastor, paralizando las obras, sembrando angustia e inquietud.
Venerables hermanos y queridos hijos. Al emocionado testimonio de vuestra inocencia, confortado por las lágrimas de vuestros fieles, va unida la deploración de una providencia, que carece de los motivos que la quieren justificar, que contrasta con el buen nombre y el progreso civil de la nación, y que hiere los sagrados y comunes derechos de la justicia y de la libertad.
Este lamento sobre el trato indebido que se os ha dispensado a vosotros y a otros juntamente con vosotros, surge no sólo de nuestra voz, sino de la voz de la triste realidad de las cosas. Cualquier observador puede darse cuenta de ello.
Sin embargo, por el amor que profesamos a este, querido país, como a todos los pueblos de África, queremos alimentar y expresar desde ahora la esperanza de que las autoridades sudanesas reflexionen con serena objetividad sobre todo el problema.
Es un débil rayo de luz, que el Señor, que consuela a los humildes (cf. 2 Cor 6), deja brillar en esta hora triste en nuestras almas. Es la confianza que nace de las promesas de Aquél, que no deja solos a sus hijos en la hora de la tribulación, sino que nos proporciona la semilla de una futura fecundidad y la riqueza del mérito eterno: “Quienes siembran con lágrimas, recogerán llenos de gozo... Y llegarán alegres portando sus haces” (Sal 124, 4-5).
En la desolación actual no abandonéis esta ardiente aspiración, que se hace voto y oración; y, sobre todo, brote en vuestro corazón, como una fuente de agua viva, la voz del Maestro Divino: “Bienaventurados los que lloran porque serán consolados... Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 5, 10).
Nuestra bendición apostólica quiere ser confirmación y reflejo de las celestiales complacencias, y el renovado testimonio de nuestro sentido afecto.
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