RADIOMENSAJE DEL PAPA PABLO VI
A LOS FIELES DE LA REPÚBLICA DOMINICANA
Domingo 15 de marzo de 1964
Amadísimos hijos de la República Dominicana:
Os hemos acompañado estos días de la Misión general para la Arquidiócesis de Santo Domingo con una oración especial, en la que hemos invocado las gracias de Dios sobre vosotros a fin de que ellas os hicieran ver a cada uno en este momento particular, de decisiones talvez definitivas para vuestra vida espiritual, «cómo debéis caminar y agradar a Dios . . . para adelantar cada vez más» (1 Thess. 4, 1).
Estamos seguros de que al empeño puesto por los misioneros y sacerdotes en preparer vuestras almas a la visita de Dios, habéis correspondido con una colaboración dócil, consciente y amorosa, y de que no en vano ha pasado el Señor llamando a vuestra puerta y pidiendo entrar en vuestro corazón, en vuestro hogar, en vuestro puesto de trabajo. El diálogo que en la intimidad se ha entablado con Cristo ha sido sereno; su mirada, ciertamente de padre, de maestro, de amigo; su palabra, de aliento hacia compromisos e ideales superiores, de invitación apremiante a la vida de la gracia, a la regeneración espiritual, que talvez vaya unida a la alegría del abrazo por el retorno a la casa paterna. ¡Solo Dios conoce las maravillas que su misericordia ha obrado en el secreto de las conciencias!
El mensaje de Jesús ha resonado potente, mensaje que —¿queréis que os lo recordemos?— es de paz para vuestro espíritu reconciliado con Dios por la sangre de Cristo, esa sangre redentora que trasforma y sublima la humanidad en el curso multiforme de su historia. Y esta purificación de la conciencia en el misterioso fluir de la gracia, como rayo blanco de sol que se quiebra en arco iris, se ha hecho también sin duda llamamiento a la fraternidad en la justicia y el amor, exigencia de comunicar a los demás esa misma vida sobrenatural, y ojalá en muchos vocación de apostolado.
En efecto, al profundizar el tema arcano de la gracia de Dios —que visita al hombre, «levantando al miserable de la tierra, levantándolo del barro para sentarlo con los nobles de su pueblo e introduciéndolo en la familia de Dios» (Ps. 112, 7-8),— habéis podido entonces alzar la vista, y por encima de las realidades terrestres contemplar el rostro del Padre celestial cuya imagen de bondad os es ahora más viva, más atrayente; y habéis mirado después al prójimo que, como miembro de esa misma familia, se siente con idéntico derecho a llamar Padre a Dios.
La pacificación interior, de quien ha violado la justicia u ofendido la caridad, es acto de conversión y de reconciliación con Dios, pero incluye y supone otra vertiente obligada hacia el prójimo con el que ha de reconciliarse si quiere que el don ofrecido sobre el altar suba en olor de suavidad al Altísimo (cfr. Matth. 5, 23-24). El cristiano, que estima en su valor verdadero la gracia divina de adopción no puede mantener en su corazón la discordia con el propio hermano, y, si esto hace, no dirá sin mentira que ama a Dios (cfr. 1 Io. 4, 20).
La conciencia de formar parte de un cuerpo social, como es la Iglesia, facilita y favorece las relaciones de la convivencia humana y abre nuevos campos a la caridad, la cual, si ha de ser efectiva, ha de dar al organismo eclesial aportación de obras, de apostolado, de entrega. El impulso apostólico brotará también como exigencia de la meditación de la vida sacramental, del agradecimiento por la fe recibida en el bautismo, del compromiso adquirido en la confirmación de dar testimonio de Cristo, de la obediencia al llamado de la Jerarquía, de la consideración y estudio de la realidad que pide, que reclama apóstoles para segar tanta mies como espera sobre todo en el sector catequístico, familiar y social.
Amadísimos hijos: que los buenos propósitos de estos días tengan la deseada proyección sobre el cuadro entero de vuestras actividades: sobre el hogar, donde el matrimonio debe ser tenido como cosa sagrada, santificada por la gracia y la ley de Dios; sobre la vida social, en que la justicia y la caridad pueden imponer sacrificios, renuncias, comprensión, iniciativas en orden a aplicar con los hechos la doctrina social de la Iglesia; sobre la vida cívica, la cual en toda comunidad nacional exige unión y colaboración al bien común aun a costa de intereses particulares en aras de un futuro mejor.
Las tradiciones religiosas del pueblo dominicano, su afán de superación, su proverbial generosidad son timbre de gloria y fundada promesa de estos bienes. Deseamos expresaros, hijos amadísimos, toda Nuestra confianza, el afecto con que elevamos al Cielo, al Salvador Jesús, a su Madre Santísima la Virgen de Altagracia, Nuestra plegaria por vosotros en demanda de días de paz estable, de concordia fraterna, de creciente prosperidad cristiana. ¡Tú, Señor, que tienes pensamientos de paz y no de aflicción, escucha la voz de los que hoy con corazón contrito te invocan! Derrama sobre las familias tus bendiciones, sobre las asambleas de los que gobiernan tu luz, sobre los corazones de todos tu gracia para que como, nos hace pedir la liturgia del tiempo cuaresmal, todos se alegren guiados hacia su destino eterno por tu diestra (cfr. Hymn. ad Laudes T. Quadrag.).
Con estos votos os damos a vosotros, y en particular a ti, Venerable Hermano Arzobispo de Santo Domingo, a los demás miembros del Episcopado, a los Misioneros, al Clero y fieles todos, en prenda de la divina asistencia, Nuestra Bendición Apostólica.
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