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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL FINAL DEL VÍA CRUCIS

Coliseo, Roma
Viernes Santo, 27 de marzo de 1964

 

Acabamos de contemplar la Pasión del Señor en el Señor. Queremos creer que todos vosotros habréis intuido su profundidad y riqueza.

Ahora extenderemos una mirada a la irradiación de esta Pasión, única y típica, centro de los destinos humanos, sobre la humanidad misma. Es el faro que ilumina al mundo. Crux lux.

Uno de estos aspectos es el sufrimiento humano. Está iluminado de un modo bien conocido, pero siempre singular, a la luz de la cruz el dolor (podríamos señalar todas las miserias, toda la pobreza, todas las enfermedades y hasta todas las debilidades, es decir, todas las condiciones que hacen una vida deficiente y necesitada de atenciones), el dolor aparece extrañamente asimilable a la Pasión de Cristo, como llamado a integrarse con ella, como constituyendo una condición de favor respecto a la redención obrada por la Cruz del Señor. El dolor se hace sagrado. Antes —y todavía, para quien se olvida que es cristiano— el sufrimiento parecía pura desgracia, pura inferioridad, más digna de desprecio y repugnancia que merecedora de comprensión, de compasión, de amor. Quien ha dado al dolor del hombre su carácter sobrehumano, objeto de respeto, de cuidados y de culto, es Cristo doliente, el gran hermano de todos los pobres, de todos los afligidos. Hay más, Cristo no demuestra solamente la dignidad del dolor; Cristo lanza un llamamiento al dolor. Esta voz, hijos y hermanos, es la más misteriosa y la más benéfica que ha atravesado la escena de la vida humana. Cristo invita al dolor a salir de su desesperada inutilidad, a ser, unido al suyo, fuente positiva de bien, fuente no sólo de las más sublimes virtudes —desde la paciencia hasta el heroísmo y la sabiduría—, sino también de capacidad expiadora, redentora, beatificante, propia de la Cruz de Cristo. El poder salvífico de la Pasión de Cristo puede hacerse universal e inmanente en nuestros sufrimientos, sí —he ahí la condición— se acepta y soporta en comunión con sus sufrimientos. La “com-pasión”, de pasiva se hace activa; idealiza y santifica el dolor humano, lo complementa con el del Redentor (Cfr. Col 1, 24.).

Todos, debemos recordar esta inefable posibilidad. Nuestros sufrimientos (siempre dignos de cuidados y remedios), se hacen buenos, preciosos. En el cristiano se inicia un arte extraño y estupendo, de saber sufrir, hacer que el propio dolor sirva para la redención propia y ajena.

Esta providencialidad del sufrimiento nos hace pensar en las condiciones, siempre tristes y ofensivas para los ideales humanos, en que la civilización moderna quisiera inspirarse, en las cuales todavía se encuentra en gran parte a la Iglesia católica. El cuerpo de Cristo está crucificado moralmente, pero con saña, todavía hoy, en muchas regiones del mundo; la Iglesia del silencio es todavía la Iglesia doliente, la Iglesia paciente, y en ciertos lugares, la Iglesia amordazada. Cristo podría preguntar, hoy también, a los modernos y hábiles perseguidores: “…¿por qué me persigues?” (Hch 9, 4). Es triste para quien es objeto de tales tratos; es indigno para quienes los practican, aunque se enmascaren de hipocresías legales. Pero estamos seguros que estas prolongadas pasiones están fortificadas por la asistencia divina y consoladas por nuestra com-pasión y la de toda la fraternidad universal cristiana, y esperarnos que sean precisamente, en virtud de la cruz de Cristo a la que se ofrecen y por la que sufren, fuente de gracia para cuantos las padecen, para toda la Iglesia y para todo el mundo.

Y otro aspecto, reflejo de la cruz de Cristo, sobre la faz de la tierra, es la paz. La paz, que es el bien supremo del orden humano, esa paz que es tanto más deseable, cuanto más se inclina el mundo a formas de vida interdependientes y comunitarias, de forma que una infracción de la paz en un punto determinado repercute sobre todo el sistema organizativo de las naciones; esa paz que se hace, por tanto, cada vez más necesaria y obligada; esa paz, que los esfuerzos humanos, aunque muy nobles y dignos de aplauso y de solidaridad, difícilmente consiguen tutelar en su integridad y sostener con otros medios que no sean el temor y el interés temporal. La paz de Cristo llueve de lo alto, es decir, proyecta sobre la tierra y entre los hombres motivos y sentimientos originales y prodigiosos; lo sabemos, y viene precisamente de Aquel, como escribe San Pablo, que “por divina complacencia debía recapitular en sí todas las cosas habiéndolas pacificado con su sangre desde su cruz” (Cfr. Col 1, 20), de forma que los hombres, divididos y enemigos entre sí fueran “reconciliados en un cuerpo único por medio de la cruz” (Cfr. Ef 2, 16). Cristo Redentor nos ha enseñado cómo y por qué los hombres debemos y podemos vivir en la verdadera paz, y nos la ha conseguido si de verdad queremos.

Terminaremos esta conmovida y pública oración del Viernes Santo pidiendo a Cristo “nuestra paz” (Ef 2, 14.) la paz para el mundo. En este momento están presentes a nuestro espíritu, los puntos geográficos y políticos, donde está herida la paz, donde está amenazada. Enviamos nuestro pensamiento lleno de buenos augurios a los hombres que se esfuerzan rectamente por salvar la paz, y para que los hombres sepan mantenerse hermanos en Cristo enviamos al mundo —y a vosotros aquí presentes que oráis y esperáis—, nuestra bendición apostólica.



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