ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA
Martes 14 de abril de 1964
Señores cardenales,
venerables hermanos:
Hemos acogido de buen grado, a pesar de la acumulación de las ocupaciones que continuamente nos agobian, la súplica que se nos ha dirigido de recibir en audiencia a la Conferencia Episcopal Italiana, convocada en Roma en asamblea plenaria para ofrecer a los obispos italianos la ocasión de conocer mejor los esquemas que se tratarán en la próxima sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, y estudiar en común algunos temas de interés pastoral general. Agradecemos, pues, la oportunidad que se nos brinda de reunirnos con nuestros queridos y venerados hermanos del Episcopado Italiano; de manifestaron a todos, tan numerosos y solícitos, asistentes a esta reunión tan importante, nuestro cordial y reverente saludo, y aseguraros una vez más el interés especial con que seguirnos vuestras tareas pastorales, ejemplo, estímulo y confirmación de nuestro ministerio apostólico, y de la comunión de caridad y de oración, con que espiritualmente nos asociamos en hermandad, cada día, a toda la asamblea episcopal de la santa Iglesia de Dios, en la que el grupo escogido y conspicuo de los obispos italianos, como es natural y obligado, ocupa un puesto de especial y afectuosa consideración.
Nos sentimos dichosos de poder comprobar en esta convocación una muestra de la sabia y buena eficacia de la Conferencia Episcopal Italiana, que va tomando conciencia de su función importantísima, ligada ya al programa de la vida eclesiástica en Italia; y que al mismo tiempo va creciendo en capacidad para cumplir dignamente esa función. Asimismo manifestamos nuestra complacencia a quien preside esta Conferencia (nos apena saber que está indispuesto, y por ello se encuentra ausente, el cardenal Siri, y le formulamos los mejores votos y le enviamos nuestro saludo pleno de bendiciones; también recordamos en nuestros votos a los señores cardenales, ausentes también por indisposición, Fossati y Castaldo); expresamos esta misma complacencia a los que, en la Secretaría y en las Comisiones, prestan una ayuda asidua y preciosa, y a los que están comprometidos por las tareas de la Conferencia, correspondiendo a sus invitaciones e iniciativas, deseando y estimulando su incremento. Está bien que sea así.
La Conferencia Episcopal Italiana es un órgano de reciente institución, pero ahora de una funcionalidad indispensable. No es de suponer que el Episcopado Italiano pueda ya prescindir de esta expresión unitaria, de este instrumento de unión, de coordinación, de mutua colaboración, de promoción al nivel de los Episcopados de los demás países. Si su situación geográfica, histórica y espiritual lo coloca en una posición especial —de obsequio, de fidelidad, de cooperación, de diálogo— para con la Sede Apostólica, no por ello puede prescindir de una configuración canónica y moral, de su responsabilidad colectiva en la preocupación por la vida religiosa de este país, y de su plan de acción pastoral, conforme ciertamente a las instrucciones de la Santa Sede, pero estudiado y desarrollado por órganos y medios propios.
Grandes son los problemas que se plantean al Episcopado Italiano, comenzando por el excesivo número de diócesis, y siguiendo con el de la preservación de la fe en el pueblo italiano, amenazada por la evolución de la vida moderna, y directamente por el laicismo y el comunismo, para tratar de resolver luego el de las vocaciones y el de los seminarios, el de lo instrucción religiosa, el social cristiano, el de la prensa católica, el de nuestra cultura y el de nuestra escuela, y así sucesivamente.
Creemos que todos cuantos estamos aquí tenemos la persuasión de que estos y otros problemas, que interesan a la estabilidad y la eficacia de la Iglesia en Italia, no los puede resolver ese viejo médico, que en otras circunstancias es el tiempo; en el estado actual de las cosas el tiempo no corre a nuestro favor; nuestros problemas no se resuelven solos; ni hay que creer que nuestra confianza en la Providencia, confianza siempre obligada y siempre inmensa, nos descargue a nosotros los pastores, responsables, de llevar a cabo todos los esfuerzos posibles para ofrecer a la Providencia la ocasión de sus misericordiosas intervenciones. Como tampoco es de creer que cada obispo, ni tampoco cada región, pueda ofrecer de por sí una solución suficiente a estos problemas; si, por hipótesis, fuera posible en algún caso, surgiría la obligación de ayuda y solidaridad a los menos afortunados —la mayoría, ciertamente— que no pueden solos vencer dificultades, de ordinario muy graves y que de suyo tienen dimensiones nacionales.
Es decir, es preciso marchar unidos. Ha llegado el momento (¿nos tendremos que doler por ello?) de dar a nosotros mismos e imprimir a la vida eclesiástica italiana un vigoroso y renovado espíritu de unidad. No es la primera vez que el catolicismo italiano trata de manifestarse unitariamente: por ejemplo, la organización de la Acción Católica sobre bases nacionales ha sido útil a los fines que estaban en la mente de los Papas, de los sacerdotes y de los seglares, que a tantas alturas la han elevado. Pero el espíritu de unidad espera una mayor profundización y nuevas manifestaciones; aparte de las exigencias prácticas de trabajo, razones religiosas intrínsecas a la vida sobrenatural de la Iglesia reclaman la efusión de este espíritu de unidad; creemos que es una cuestión vital para la Iglesia y que responde a la madurez de nuestra tiempo.
Y creemos que a esta animación unitaria, en espíritu y en obras, puede contribuir egregiamente una Conferencia Episcopal Italiana consciente de su misión, y animada por un sabio y vigoroso propósito de desarrollarla concreta y oportunamente. Con este fin formulamos nuestros votos, que encuentran en esta reunión motivo de expresión y esperanza.
Como veis venerados hermanos, esto habla de nuestra estima y de nuestra confianza en la Conferencia Episcopal, que aquí os reúne, e implica el propósito por nuestra parte, de sostenerla, de reconocerla, de pedirle consejo y ayuda, de comprometerla en un trabajo útil para sí y para toda la Iglesia, y como es obvio, de asistirla, porque estamos ligados a ella, ya sea como obispo de Roma o primado de Italia, o por nuestra tarea apostólica que nos encarga de la “sollicitudo omnium ecclesiarum” (2 Cor 11, 28).
Todo esto con relación a la Conferencia. ¿Y para el Concilio, qué os diremos, venerados hermanos?
Ya veis qué acontecimiento tan grande es, conocéis la gravedad y complejidad que presenta y que despierta a medida que el Concilio va avanzando. El hecho mismo de su lentitud en conseguir conclusiones plausibles engendra cansancios, impaciencias y algunas previsiones arbitrarias. Es un consuelo ver cómo también el Episcopado Italiano se prepara para la tercera sesión conciliar, imitando así a los Episcopados de otras naciones, algunos de los cuales han dedicado al estudio de los temas del Concilio discusiones y publicaciones de gran relieve.
De propósito nos abstenemos de dialogar en esta fase de trabajos conciliares, sobre las doctrinas y decretos, que se discutirán en la reapertura del Concilio. Queremos así perseverar en el propósito que nos hemos prefijado; dejar a los padres conciliares, y con ellos a las diversas Conferencias Episcopales y a las Comisiones del Concilio, libre y amplia posibilidad de investigación, discusión y expresión. Ha sido esta una nota dominante de este gran Concilio; deseamos permanecer fieles a ella. Nuestra única preocupación ha sido que los trabajos preparatorios de las Comisiones y de la Secretaría marcharan con rapidez, con el doble fin de revisar, en este período intermedio entre la segunda y la tercera sesión, los esquemas a la luz de las observaciones hechas por los padres en las sesiones anteriores, para someterlos inmediatamente al examen de los padres; y de hacer recoger las observaciones y sugerencias de las comisiones según su competencia respectiva, reeditando consecuentemente la estructura de los esquemas para poderlos presentar al Concilio, con la confianza de que después de algunas discusiones definitivas, puedan llegar más rápidamente a las deliberaciones finales, en un sentido o en otro, de la asamblea conciliar, sin prejuzgar con esto la duración del Concilio, sobre la que no es dado, en estos momentos, hacer previsiones. Se ha tratado de facilitar al Concilio su eficacia y desenvoltura; no imponerle límites y decisiones.
Pero no podemos abstenernos con vosotros de algunas consideraciones extrínsecas a los temas conciliares, pero relativas a la celebración de este acontecimiento, que llamábamos grande, arduo y complejo; aunque lo que os decimos ya lo habéis dicho perfectamente muchos de vosotros, y especialmente nuestro llorado predecesor de feliz memoria, Juan XXIII, con el peso de su autoridad, y Nos mismo en diversas ocasiones.
¿Cómo hemos de juzgar este hecho en la historia o mejor en la vida de la Iglesia? En sentido absolutamente positivo. Es una gracia que el Señor hace a su Iglesia. Es una ocasión única y magnífica para que la Iglesia pueda estudiar profunda y colectivamente muchos problemas prácticos y pastorales en especial, pero también puntos doctrinales muy importantes. Es un esfuerzo llevado al más alto grado para adaptar la respuesta de la Iglesia a los deberes de su misión y a las necesidades de los tiempos. Es un acto solemne, como ninguno, para rendir homenaje a Dios, para testimoniar el amor a Cristo, y para reafirmar la necesidad, la naturaleza, la fortuna de nuestra religión ante el mundo moderno. Un momento incomparable, en el que la Iglesia se celebra a sí misma, se conoce, se estrecha en lazos interiores con encuentros, amistades, colaboraciones, que de otra forma serían imposibles. Una cima de caridad jerárquica y fraterna nunca alcanzada. Es una llamada a todas las reservas interiores de la Iglesia para que desarrolle sus energías espirituales, para volver a la genuinidad de sus raíces, a la fecundidad de su genio peculiar. Es una gran oración de los seguidores de Cristo, reunidos en su nombre, para actuar en medio de ellos su inefable y operante presencia. Representa y explica la intención más sincera, más desinteresada, más ardiente del catolicismo para restaurar la comunión perfecta con los hermanos cristianos separados, en la única Iglesia de Cristo. Una invitación de espiritualidad, de bondad, de paz al mundo entero, en una hora decisiva para la orientación moral e ideal de la humanidad. Cualquiera que sea el éxito del Concilio, hoy lo debemos considerar en su realidad, intencional, espiritual, sobrenatural, como una hora de Dios, un “transitus Domini” en la vida de la Iglesia y en la historia del mundo.
Es preciso mirar al Concilio con un espíritu grande y sincero. Magnanimidad es la virtud que este sacro acontecimiento nos pide. Ni las molestias, ni las fatigas, ni las dificultades, ni los trastornos, ni las exigencias que el Concilio puede llevar consigo, nos deben disuadir de celebrarlo con plena adhesión de espíritu. Confiamos que los más cercanos a la Cátedra de Pedro, llamados a participar en el Concilio, contribuirán más cordial y eficazmente al feliz éxito y a la digna celebración de este Concilio.
Por ello venerados hermanos, insistimos en vuestra participación atenta, entusiasta y efectiva. Ciertamente vuestra participación no quiere ser ni temerosa, ni incierta, ni problemática, ni polémica; sino franca, noble, experta y beneficiosa. Por ello os estamos muy agradecidos. Si se manifiesta más coordinada y deseosa de ofrecer un buen camino al entendimiento con las expresiones legítimas de los demás padres, el Episcopado Italiano realizará un servicio magnífico al Papa y a la Iglesia, y dará a los hermanos el ejemplo, que de él siempre se ha esperado, de promotor del supremo magisterio eclesiástico, de artífice de la concordia en el cuerpo episcopal y de testimonio de adhesión a la Cabeza visible del Cuerpo místico. Fomentar sabios y fraternales diálogos con los grupos episcopales de los demás países tendrá también una utilidad espiritual, servirá de mutua edificación y de fraternal emulación.
De todas formas, venerados hermanos, este Concilio ofrece a todos su participantes una ocasión para experiencias preciosas; una invitación para ejercicios de virtud, una obligación a una renovada unión con Dios en el amor y en la oración,. También os exhortamos a aprovechar este “tempus aceptabiles” (2 Cor 6, 2).
No queremos omitir, en ocasión tan propicia al diálogo fraternal, una mirada fugaz a otro cuadro, digno de todo nuestro interés, como de vuestro generoso empeño pastoral; nos referimos al panorama de la vida religiosa y moral italiana, al que está encaminado todo vuestro ministerio. Venerados hermanos, os tenemos que decir que estamos cordialmente a vuestro lado. Las condiciones espirituales y sociales de este querido país, conservan un precioso patrimonio de tradiciones católicas, y demuestran signos consoladores de vitalidad cristiana, pero lo sabéis, no son tranquilas, no son seguras; en todos los sectores de la vida aparecen nuevas e insospechadas necesidades, que reclaman socorros urgentes, poderosos y bien pensados. La administración ordinaria del gobierno pastoral no es ya suficiente para atender las medidas de nuestros deberes y las necesidades ajenas. Contemplamos con temblor y admiración vuestras preocupaciones, vuestros trabajos, vuestras penas y también Nos gozamos con el bien que vais realizando, y continuamente sufrimos, esperamos y oramos con vosotros.
No podemos ahora reseñar ordenadamente los puntos dolorosos de la presente situación; ¿pero cómo no referirnos al menos a algunos, para común exhortación y aliento?
El primer punto la vida religiosa. Es claro. Nos debe interesar sobre todo. Es necesario que nos ocupemos de ella a fondo; dando preferencia a este problema capital sobre cualquier otro, aunque sea revelante y ligado a la realidad civil de la nación. “Buscad primero el reino de Dios” (Mt 6, 33). Nos ofrece una ocasión magnífica para ello la reforma litúrgica, que nos invita a una visión teológica de lo humano, a la primacía de la acción de la gracia, y por tanto de la vida sacramental y de la oración. Nos ofrece la forma de reeducar religiosamente a nuestro pueblo, de purificar y restaurar sus expresiones de culto y de piedad; de devolver la dignidad, el decoro, la sencillez, el buen gusto a nuestras ceremonias religiosas; sin esta restauración interior y exterior no es de esperar que la vida religiosa pueda sobrevivir largo tiempo en medio de las transformaciones de la vida moderna. Nos permitimos a este respecto dos recomendaciones: dar la máxima atención a la santificación de los días festivos, no ahorrando ningún esfuerzo para que la misa dominical, con la palabra de Dios, con la participación de los fieles, sea para todos del mayor interés; promover el canto sagrado, el canto religioso y coral del pueblo. Recordemos, si los fieles cantan, no abandonarán la Iglesia, si no abandonan la Iglesia conservarán la fe y la vida cristiana.
Un fenómeno digno actualmente de especial atención pastoral es el de la mayor movilidad de la población en los días festivos, con la consiguiente necesidad de que se cuide una adecuada asistencia religiosa de los fieles en los lugares donde concurren en mayor número; también parecen oportunas algunas decisiones e iniciativas tanto a nivel diocesano como nacional. Serían muy útiles todas las sugerencias que, después de un examen cuidadoso y un estudio del hecho general, indicaran los remedios factibles para que fácilmente todos pudieran satisfacer sus deberes religiosos en los días festivos.
La realidad de estos movimientos ocasionales de la población, trae a nuestro pensamiento otra clase de fieles necesitada también de especiales cuidados pastorales, como son los numerosos inmigrantes y emigrantes por razones de trabajo. Lejos del ambiente en que antes habían vivido, de sus familias, de sus amigos, con frecuencia están expuestos al peligro de descuidar el cumplimiento de sus deberes religiosos o también de adherirse a doctrinas y organizaciones que los apartarán aún más de la fe. También estos requieren especiales providencias por parte de la Sagrada Jerarquía con el propósito de que los diversos núcleos tengan las posibilidades de injertarse vitalmente en las costumbres y en las asociaciones de las diócesis que los acogen.
El segundo punto. La moralidad pública y privada. Estamos en plena crisis de costumbres. Tema delicado e inmenso. Abarca un programa extenso y comprometedor, que comienza con una acción acorde en pro de la moralización de la vida privada de los individuos y de las familias, para llegar a toda la sociedad y hacer sentir sus benéficos efectos en la vida pública y en sus múltiples instituciones.
Necesaria y urgente parece a este respecto, una actividad acorde de todo el Episcopado para poner coto a la preocupante difusión de todas las formas de licenciosidad e inmoralidad, que especialmente se propagan por medio de ciertos espectáculos y de cierto tipo de prensa, que olvidan su verdadera función educadora y formativa para el hombre, moviéndose únicamente por fines comerciales, materialistas y hedonistas.
Para conseguir una mayor eficacia a este propósito podría resultar oportuna la elaboración de un nuevo plan concreto de acción, que se aplicaría, con las adaptaciones requeridas por las circunstancias locales, en cada una de las diócesis, bajo la diligente vigilancia y el estímulo paternal de los obispos.
El tercer punto que queremos citar reviste, por su peculiar delicadeza, una importancia sustancial; es el de las relaciones entre el obispo y su clero. Hoy más que nunca nos parece necesario que los obispos estén material y espiritualmente al lado de sus sacerdotes; especialmente de los jóvenes, que se interesen por ellos, que los conozcan, los amen y los ayuden en sus dificultades... El obispo les recordará siempre con amor que, elevados a tan alto ministerio, deben estar adornados de todas las virtudes y ofrecer a los demás un ejemplo de vida santa, explicando que precisamente por esto la Iglesia siempre ha tenido cuidado de seguir de cerca, con temblor maternal, la vida de los sacerdotes desde los albores de su vocación al desarrollo de su misión, dictando, de vez en cuando, según las necesidades, sabias y providenciales normas para salvaguardarles de los peligros, más graves cuanto menos evidentes, y para desarrollar en ellos la vida sobrenatural, el espíritu de oración y de sacrificio, el hábito del recogimiento y el amor al estudio; bagaje que asegura al sacerdote la abundancia de gracias y de luces sobrenaturales que los fieles han de poder conseguir como sostén de su vida espiritual.
Con esta luz hay que considerar y valorar los sacrificios y las renuncias que el sacerdocio lleva consigo, y en especial la obligación del celibato eclesiástico, que frecuentemente se habrá de exponer en toda la belleza de su significado, debido a la necesidad de una exclusiva y completa entrega del clero al amor de Cristo y a los múltiples empeños del apostolado.
Este papel paternal de guía espiritual ejercido por el obispo con sus sacerdotes, hará que se establezca y desarrolle entre ellos un vínculo cada vez más estrecho que no se limitará solamente al nivel de las relaciones disciplinares y jurídicas, sino que llevará también consigo una unión filial de mente y corazón y una íntima colaboración en el plano apostólico diocesano, con una mayor abundancia de éxitos consoladores para todos.
Y el cuarto punto la prensa católica, tan necesaria, tan importante para la difusión de los principios cristianos y para la defensa de los intereses católicos, tan oportuna para la formación de una opinión pública, sana y favorable a todas las buenas causas, pero también tan necesitada de unidad, de sostén, de vigor, de difusión. Vuestros conocimientos nos disculpan de decir más cosas ahora sobre este tema tan conocido y debatido; nos basta recomendarlo a vuestro interés como uno de los problemas más graves y urgentes de la vida católica.
Queremos finalmente recordar que las consideraciones contenidas en nuestra carta al señor cardenal Siri, del 22 de agosto de 1963, y en el mensaje a vosotros del mes de noviembre pasado, nos parecen todavía válidas, y por ello las encomendamos a vuestra reflexión y a vuestro interés, para que las divulguéis y apliquéis convenientemente.
Confiando que la Conferencia Episcopal Italiana, al dirigir su atención particular a los puntos que hemos creído útil mencionar, sabrá encontrar con su celo y ciencia los caminos más idóneos para asegurar el mejoramiento deseado y el progreso de la vida religiosa de la nación, acompañamos sus trabajos con nuestra ferviente oración, al paso que a todos impartimos de corazón nuestra afectuosa bendición apostólica.
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