DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
AL SACRO COLEGIO CARDENALICIO
CON OCASIÓN DEL PRIMER ANIVERSARIO DE SU PONTIFICADO
Marte 23 de junio de 1964
Señores cardenales:
La intención que les congrega, tan noblemente manifestada por el eminentísimo decano de este Sacro Colegio, nos ha impresionado profundamente y nos obliga a expresar nuestro sentido agradecimiento.
Estimamos mucho los augurios que nos llegan de fuente tan autorizada y tan grata; expresan la bondad con que el Colegio Cardenalicio circunda nuestra persona y nuestra obra; nos dicen la magnanimidad con que compadece y sostiene nuestra poquedad; nos dicen la fidelidad con que honra su propia misión no menos que conforta nuestro apostólico oficio; nos dicen, por último, la piedad con que corrobora mediante preciosas plegarias sus votos y pone en la confianza en Dios la valoración de todo acontecimiento relativo a la vida de la Iglesia y de esta sede apostólica.
Por nuestra parte, nos es fácil y obligado asegurar al Sacro Colegio que a sus sentimientos y a sus augurios responden los nuestros; llenos de reconocimiento por la colaboración que nos presta, llenos de reverencia por la dignidad de las personas que lo componen, llenos de confianza en la Divina Providencia, de la que también nosotros imploramos para este selectísimo Colegio, así como para toda la Curia Romana, para nuestra urbe carísima, para la Iglesia entera: “Omne datum optimum et omne donum perfectum” (St 1, 17).
Un encuentro, como el que hoy se inserta en el curso de nuestras ocupaciones, nos invita a echar una mirada orientadora sobre el camino recorrido en estos laboriosos doce meses de nuestro pontificado y sobre el que se abre ante nuestros pasos. Una mirada sólo y muy sumaria, pero que demuestra, al menos, cómo deseamos asociar el Sacro Colegio no sólo al trabajo diario del acostumbrado y regular gobierno de la Iglesia, sino también al examen por el que se estudian las perspectivas y las formas, así como los sentimientos que llenan ya de gozo, ya de esperanza, ya de preocupación, ya de pena, nuestra fatiga, y le confieren —así lo esperamos—, además de un cierto valor humano, también un determinado significado espiritual.
¿Qué es lo que ha ocupado, nos preguntamos, en consecuencia, este año de actividad apostólica?
No pretendemos hacer un balance exhaustivo y de recapitulación. Nos basta aludir a algunos hechos, muy pocos entre muchos, a ustedes, por lo demás, ya conocidos que nos parecen caracterizar el año Vaticano transcurrido.
El primero de estos hechos salientes es, naturalmente, el Concilio.
Desde que, por voluntad del Señor, fuimos llamados a la pesada responsabilidad del Sumo Pontificado, manifestamos al mundo, ya en el primer radiomensaje, que sería parte preeminente de nuestro supremo oficio la continuación del Concilio Ecuménico Vaticano II, empeñándonos en proseguir con todas nuestras fuerzas la gran obra emprendida con tanta esperanza y feliz auspicio por nuestro predecesor de imperecedera memoria Juan XXIII.
Nos apresuramos, en efecto, a fijar la fecha de su reapertura, disponiendo que continuase desenvolviéndose todo el poderoso y ponderoso trabajo de las Comisiones Conciliares, sin omitir de referirnos a menudo a él, en las múltiples ocasiones ofrecidas por nuestro cotidiano ministerio, como a un acontecimiento del cual ha de esperarse para la Iglesia aquella abundancia de luces y de gracias que la hacen aparecer siempre, aun en las dificultosas contingencias de la época moderna, resplandecientes de verdad y centro inequívoco de unidad para todo el género humano.
Exhortamos también al episcopado y a los fieles del mundo a la plegaria fervorosa y a la confiada esperanza de los beneficios que la humanidad entera sacará de la grandiosa Asamblea de los Sagrados Pastores puestos por el Señor mismo para regir, bajo la suprema autoridad del sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, la Iglesia santa de Dios.
Grande fue por ello la emoción y la alegría de nuestro espíritu cuando, el 29 de septiembre, pudimos abrir la segunda sesión del Concilio que, celebrada en fraternas reuniones de oración y de estudio durante cuarenta y una Congregaciones Generales, tuvo a los Padres ocupados hasta el 28 de noviembre en laboriosas y útiles discusiones para el examen de los esquemas sobre la naturaleza de la Iglesia, sobre la liturgia, sobre los obispos y el régimen de las diócesis, sobre los medios e instrumentos de comunicación social y sobre el ecumenismo.
Fruto de este asiduo trabajo fueron los dos primeros y grandes documentos conciliares: la amplia y orgánica Constitución sobre la Sagrada Liturgia y el decreto sobre los Instrumentos de Comunicación Social, ya promulgados e inicialmente operantes en la Iglesia con felices perspectivas de aplicaciones cada vez más fecundas para la vida espiritual de los fieles y para la difusión del mensaje y del pensamiento cristiano en el mundo.
Nos mismo quisimos, mediante "motu proprio" del 25 de enero, que entrasen inmediatamente en vigor algunas de las normas de la Constitución Litúrgica, confiando después a un especial “Consilium”, además de la tarea de preparar la reforma litúrgica en general sobre la base de las normas contenidas en la Constitución, el de estudiar la aplicación, dentro de la letra y del espíritu, según las formas oportunas y propias de la Santa Sede, de todo lo que el Concilio ha deliberado.
Y nos sentimos muy contentos de saber que en las diversas naciones cada uno de los episcopados han puesto manos a la obra para el estudio y la determinación de las particulares adaptaciones exigidas por las circunstancias locales para una más profunda concordancia de las reformas con las concretas necesidades y exigencias.
Clausurada la Segunda Sesión del Concilio, prosiguieron los trabajos de las Comisiones para la puesta a punto de los esquemas a discutir en la Tercera Sesión, en espera de la cual hemos querido dirigir al episcopado católico, en vísperas de la fiesta de Pentecostés, una carta apostólica de exhortación a orar intensamente por el Concilio, que requiere, decíamos, «la abundante virtud del Espíritu Santo que colme de luz las mentes, refuerce las voluntades para emprender nuevos proyectos y para afrontar las responsabilidades impuestas por el tiempo presente, sostenga las comunes fatigas y conduzca a la realización de felices resultados».
Confiados en que tales plegarias elevadas con fervor en todo el orbe católico sean acogidas y escuchadas por el Señor, Nos esperamos la fecha de la continuación del Concilio, y a ella nos preparamos, juntamente con todos nuestros hermanos en el episcopado, ansiosos e impacientes por recoger el soplo dignificador del Espíritu que guía y empuja a la Iglesia hacia una luz de verdad y un fervor de caridad cada vez más intenso.
Mientras tanto, como signo de aquella universal solicitud que nos hace interesarnos también por los problemas y necesidades espirituales de todos los hombres, a semejanza de cuanto se había ya hecho para los hermanos separados, con los cuales continuaremos con serenidad los amigables coloquios previstos, determinamos instituir también un especial secretariado para los no cristianos, como medio para llegar a aquel leal y respetuoso diálogo con cuantos «creen aún en Dios y lo adoran», para usar las palabras de nuestro predecesor Pío XI, de feliz memoria, en la encíclica Divini Redemptoris.
Es claro que, dado su preciso destino, este secretariado se sitúa fuera del Concilio Vaticano II, pero surgió de la atmósfera de unión y de entendimiento que ha caracterizado netamente al propio Concilio.
Con estas y con otras semejantes iniciativas Nos pensamos dar una clara demostración de la dimensión católica de la Iglesia, que en este tiempo y clima conciliar no sólo se estrecha con vínculos interiores de comprensión, de amistad y de fraterna colaboración, sino que busca también fuera un plano de coloquio y encuentro con todas las almas de buena voluntad.
Importante y ardua es la tarea que aguarda a la tercera sesión del Concilio; se examinarán los numerosos esquemas cuya discusión no fue ultimada en las sesiones precedentes, y los que todavía no se han debatido. Todos deseamos que la contribución de un esfuerzo amoroso y común consiga darles las formulaciones más claras y adecuadas para sintetizar y proponer en temas de tanta variedad e importancia la doctrina de la Iglesia, poniendo a punto sus instituciones de cara a un apostolado y a un ministerio cada vez más extensos y eficientes.
Entre los acontecimientos de este primer año de pontificado aparece, con un relieve que, con toda sencillez, podemos denominar histórico —ha sido, en realidad, una gracia que el Señor ha concedido a su Iglesia— nuestra peregrinación a Tierra Santa.
Conocéis con qué ánimo y con qué propósitos nos decidimos a emprender aquella piadosa visita a los lugares sagrados y venerados por los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. En nuestras reflexiones nos hemos preguntado por qué la noticia y el desarrollo de aquella peregrinación tuvieron tan inmediata, extensa y profunda resonancia en vuestro ánimo, en el de los padres reunidos en Concilio, y en el de los fieles, y en el de todos aquellos que, separados de esta Sede Apostólica, se dirigen a Cristo como Maestro y Fundador de la única Iglesia; en el de todos aquellos que pertenecen a denominaciones religiosas no cristianas o son ajenos a toda clase de religión. Creemos que la respuesta ha de ser ésta: que interpretaba, expresaba y daba una respuesta concreta a una aspiración común, acaso indistinta, pero difundida e íntimamente sentida, de una amistad basada en razones humanísimas, ideales y trascendentes.
Sucedió así que, contrariamente a lo que Nos habíamos deseado, la peregrinación, que quería ser la de un humilde peregrino entre los demás peregrinos, se desenvolvió en un ambiente de multitudes que aplaudían, compenetradas con el significado y participantes en el acontecimiento.
El sentido religioso y el valor ecuménico del viaje del sucesor de San Pedro a Palestina han sido comprendidos por todos. Nuestro encuentro con el patriarca Atenágoras y con los demás patriarcas y metropolitas de las Iglesias orientales, tanto unidas como separadas aún de Nos, nos ha colmado de gozo y de esperanza. Ha favorecido y solidificado el movimiento ya iniciado de mayores contactos con los hermanos separados, en un espíritu de mutua caridad y confianza y mejor comprensión, deseado preludio de la restauración de la unidad.
Se trata ahora de pensar y actuar, orar y trabajar, para que los “signos” que se han ido luminosamente manifestando sean una realidad; para que la semilla, brotada de la tierra “dura e inerte”, crezca, florezca y dé los frutos deseados.
Seguimos y seguiremos el desarrollo de esta ardua y compleja labor con inmenso interés espiritual, de acuerdo con el espíritu de Cristo, y fieles al “depositum” de verdades y preceptos que confió a su Iglesia; pero también estamos preparados para esperar con paciencia y bondad que la “hora de Dios” haga escuchar a la Iglesia y al mundo sus campanas de paz y de gozo.
Se nos ofrece una ocasión propicia para insertar en este ambiente prometedor un nuevo hecho, que, aunque dentro de sus limitadas medidas de episodio particular, adquiere para Nos valor de profundo significado, testimoniar nuestra veneración a la Iglesia griega ortodoxa y nuestro propósito de abrirle nuestro corazón fraternal en la fe y en la caridad del Señor.
El hecho es éste: la Basílica de San Pedro, acogiendo la petición del metropolita ortodoxo de Patrasso, Constantino, devolverá a aquella sede una reliquia de inestimable valor, la sagrada cabeza de San Andrés Apóstol. Este preciado tesoro había sido confiado a nuestro predecesor el Papa Pío II, el célebre Eneas Silvio Piccolomini, que la recibió, en circunstancias históricas especiales, el 12 de abril de 1462, para que fuese dignamente guardada, junto a la tumba de su hermano, el Apóstol Pedro, con la intención de que un día, con la ayuda de Dios, fuese restituida. Así lo cuenta el mismo Pontífice en los Commentarii rerum memoriabilium, su autobiografía. Daremos a este acto el matiz religioso apropiado, enviando a Patrasso una misión especial portadora de la sagrada reliquia, después que los padres Conciliares, reunidos para la tercera sesión del Concilio Ecuménico, la hayan piadosamente venerado, suplicando al Señor que la hermandad apostólica de Pedro y Andrés florezca en la comunión de la fe y de la caridad en la santa Iglesia que de ellos procede.
También hemos de destacar la actividad desarrollada por la Santa Sede y por sus organizaciones para seguir y sostener la vida de la Iglesia en el mundo; pero una sencilla descripción de los diversos actos y aspectos de esta actividad exigiría un largo discurso. Apenas os podremos manifestar nuestra satisfacción y reconocimiento al advertir en torno a Nos y en todas las partes de la tierra un magnífico testimonio, de los órganos y personas que colaboran con la Santa Sede, de fidelidad, de laboriosidad y ardor en la causa de Cristo y de la Iglesia. Rendimos por ello alabanzas al Señor y bendecimos a cuantos tienen el honor de prestar tan providencial servicio a la religión católica y al mundo, y a Nos tan profundo consuelo.
Desgraciadamente las condiciones de la Iglesia no son normales y felices en todas partes. Vosotros sabéis dónde, cómo y por qué. Nuestra preocupación y nuestra atención no han cesado de dirigirse con particular intensidad a las tristes situaciones en que la Iglesia, los católicos y la vida religiosa encuentran dificultades y oposiciones ideológicas, legales y de hecho.
Aunque desgraciadamente tenemos todavía muchos motivos para denunciar los errores de donde proceden estos sistemas, queremos ahora acrecentar a este respecto nuestra confianza en Dios, y por ello nuestra serenidad de juicio, nuestra ecuanimidad para con todos, y nuestra buena voluntad para con aquellos que quieran resolver honrosa y simplemente los problemas que oprimen a la Iglesia. Queremos confiar siempre en la rectitud de intención y en el buen sentido de aquellos que tienen poder y responsabilidad en el bien público y en los principios de justicia, libertad y concordia, que deben cimentar la sociedad moderna. Esperamos que la consideración misma de los derechos e intereses de las poblaciones permitirá realizar cierto mejoramiento efectivo en el estado actual de cosas.
Estas consideraciones nos llevarían a otras, también extensas y de gran importancia, sobre las condiciones morales y políticas del mundo, en el que la Iglesia, aunque ajena a los intereses temporales, ha de vivir y ejercer su misión. Solamente diremos que muchas veces Nos asalta el temor de que el mundo contemporáneo vuelva a caer en el olvido de los ideales de paz, de solidaridad, de regeneración moral y social, a los que se ha dirigido tan decidida y noblemente, después de la dolorosa y desastrosa experiencia de la última guerra. Advertimos con temor episodios de conflictos armados, casos de nacionalismo y racismo, proyectos de políticas enclaustradas y egoístas, luchas de intereses por la hegemonía, rivalidades de bloques hostiles e inquietos.
Al mismo tiempo notamos que el mundo tiene necesidad absoluta de paz y que la confluencia de muchos factores culturales, económicos y sociales produce, como por natural gravitación, una comunión pacifica entre los pueblos cada vez mayor. Queremos alentar con todas nuestras fuerzas este proceso de respeto mutuo, de pacifica convivencia, de provechosos intercambios y de comunidad de metas, y queremos proporcionar siempre a este proceso lo propiamente nuestro, que es lo que mayormente necesita, es decir, los principios verdaderamente humanos que sólo el cristianismo puede darle. Continuaremos también Nos, como nuestros predecesores, predicando la paz; la paz cristiana del Papa Pío XI; la paz en la observancia de la ley natural y del derecho, del Papa Pío XII; la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor, del Papa Juan XXIII, y haremos cuanto nos sea posible por fomentar todos los esfuerzos que traten de desterrar el hambre del mundo y favorecer el progreso y la prosperidad en la justicia social, como también, y de forma especial, por elevar las mentes de los hombres a los ideales de la paz, de la concordia, de la colaboración y de la hermandad.
De esta forma nuestras palabras nos llevan de la visión del presente y del pasado a la del futuro. También esta visión se presenta amplia y plena de problemas formidables y grandes acontecimientos. Hablaremos, para terminar, sobre uno solo de estos problemas y sobre uno solo de estos acontecimientos que el futuro próximo nos prepara.
El problema, todos hablan de él, es el del llamado control de la natalidad, es decir, el aumento de las poblaciones, por un lado, y de la moralidad familiar, por otro. Problema grave en extremo, afecta a las fuentes de la vida humano; afecta a los sentimientos e intereses más íntimos de la experiencia del hombre y de la mujer. Problema en extremo complejo y delicado. La Iglesia reconoce sus aspectos múltiples, es decir, sus múltiples competencias, entre las cuales ciertamente campea la de los cónyuges, la de su libertad, la de su conciencia, la de su amor, la de su deber. Pero la Iglesia debe afirmar también la suya, la de la ley de Dios por ella interpretada, enseñada, favorecida y defendida; y la Iglesia tendrá que proclamar esta ley de Dios a la luz de las verdades científicas, sociales, psicológicas, que en estos últimos tiempos han difundido nuevos y amplios estudios. Será preciso considerar atentamente este desarrollo tanto teórico como práctico del problema. Es lo que está realizando precisamente la Iglesia. El problema está sometido a un estudio lo más extenso y profundo posible, es decir, lo más grave y honrado, como conviene a materia de tanta importancia.
Está sometido a un estudio, decimos, que esperamos prontamente concluir con la colaboración de muchos e insignes estudiosos. Daremos pronto sus conclusiones en la forma más adecuada al objeto tratado y al fin que se trata de conseguir. Pero digamos, entre tanto, con franqueza, que todavía no tenemos motivos suficientes para creer superadas y, por tanto, no obligatorias las normas establecidas por el Papa Pío XII a este respecto; han de tenerse, por tanto, como válidas, al menos hasta que no nos creamos en conciencia obligados a modificarlas. En tema de tanta gravedad es conveniente que los católicos sigan una única ley, la que la Iglesia autorizadamente propone; sin embargo, creemos oportuno recomendar que ninguno se arrogue el derecho a pronunciarse en términos distintos a las normas vigentes.
Y el acontecimiento en el que está fija nuestra mirada en un futuro próximo es el Congreso Eucarístico Internacional de Bombay convocado para últimos de noviembre. Es un acontecimiento grandioso de por sí, que resulta más extraordinario aún por el momento y ambiente en que se ha de desarrollar, llevando a la Iglesia entera, pero en especial al mundo asiático, el mensaje perenne de la misteriosa presencia sacramental de Cristo y descubriendo algo de su poder vitalizador de la humanidad. El Congreso tendrá como lema: “La Eucaristía y el hombre nuevo”.
Miramos con gran interés este acontecimiento; lo creemos un presagio de tiempos nuevos, que quisiéramos definir corno mesiánicos, tan grande es la esperanza de vida, de prosperidad y de paz que el Congreso lleva consigo.
Señores cardenales, vean cómo respondemos a sus augurios, abriendo ante su mirada la visión de la Iglesia; de la Iglesia viva, de la Iglesia que ora, que piensa, que trabaja, que sufre, que espera, y creemos que no hay nada más digno de su altísimo oficio que la contemplación, con Nos compartida, de este espiritual y real panorama; nada nos persuade más de nuestra necesidad de su eficaz colaboración; nada nos llena más el corazón de votos, deseos y esperanzas, y nada como el rostro magnífico y paciente de la Iglesia peregrina y militante nos proporciona ánimo para impartir al Sacro Colegio, a la Iglesia y al mundo entero nuestra bendición apostólica.
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