DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
CON OCASIÓN DE LA ASAMBLEA MUNDIAL
DE LOS CURSILLOS DE CRISTIANDAD
Sábado 28 de mayo de 1966
Cursillistas de Cristiandad
Hermanos e Hijos amadísimos:
¿Quién sois vosotros y de dónde venís? ¿Cuántos sois y qué secreto poder a todos os ha congregado hoy en Roma? La respuesta a estas preguntas nos la acaba de dar en sus cordiales y fervorosas palabras ―que agradecemos vivamente― el Señor Cardenal de Tarragona. La habríamos adivinado igualmente cuando al entrar en estas salas, pasábamos entre vosotros.
Vuestras aclamaciones nos iban descubriendo vuestros puntos de origen: venís de España, fecunda siempre en instituciones y obras para la Iglesia; venís de Portugal, donde el estímulo de renovación espiritual sacude mentes y corazones; venís de México y de otros Países del Norte, del Centro y del Sur de América; venís de Filipinas y del Extremo Oriente, de Asia, de las naciones nuevas de África. Sois muchos; sois millares los que estáis aquí, y representáis a los cientos y miles que han participado en la misma lluvia de gracias y están animados de idénticos ideales bebidos en una fuente común: vuestros Cursillos.
«Cursillos de Cristiandad»: esa es la palabra, acrisolada en la experiencia, acreditada en sus frutos, que hoy recorre con carta de ciudadanía los caminos del mundo. Y es ésa ya universal expresión el resorte mágico que en este día os convoca a Roma. ¿Para qué? Para actuar con ello en vosotros el sentido peregrinante que da estilo a vuestro método; para saturar vuestro espíritu en el cristianismo primitivo de la Roma Sacra; para percibir con mayor intensidad en vuestras vidas el misterio de Cristo presente en Pedro; para tomar conciencia de ser Iglesia; para dejaros enardecer por la fascinación del momento pentecostal que con el Concilio la ha invadido en su realidad profunda y en sus movimientos y manifestaciones vitales.
¡Cristo, la Iglesia, el Concilio! ¡Qué larga conversación la que abren estos temas! Dejadnos deciros una palabras del primero: de los otros dos os sugeriremos unas breves reflexiones.
Ante la trasformaciones del mundo actual, que deja con facilidad y rapidez superados unos tras otros los modos de vida, ante el fenómeno del tiempo que con solo su paso enmohece las armas, es admirable el dinamismo que el Espíritu Santo infunde en la Iglesia despertando iniciativas y obras que, sin necesidad de destruir ni aminorar fórmulas e instituciones todavía vigentes, adornan de nueva eficacia y lozanía al mensaje evangélico.
Mas si cambian los tiempos y algunos métodos envejecen, si surgen nuevas manifestaciones del Espíritu, la tarea permanente del laico seguirá siendo la inserción del cristianismo en la vida, mediante el encuentro y amistad personal con Dios y en la comunión con los hermanos. El seglar, al formarse en cristiano, reforma su mentalidad y conforma su vida con la imagen de Cristo, por medio de la fe, la esperanza y la caridad; trasforma, actuando en plena responsabilidad propia, las estructuras temporales en las que está inmerso; guiado en su acción por la mirada de Cristo trata de rehacer continuamente el mundo según el plan y el designio de Dios.
Pende sobre la humanidad en este preciso momento de su historia la amenaza de quedar derrotada en virtud de su mismo progreso; existen novedades en la época actual que sin duda son buenas y útiles al hombre; pero hay también cambios e innovaciones en el vivir moderno que gravan desordenadamente sobre la vida religiosa y la ponen en peligro, dejando al hombre en la incertidumbre, y no rara vez en la angustia.
Van quedando atrás, por fortuna, los tiempos en que la profesión cristiana en nuestros pueblos, tradicionalmente católicos, se relegaba al ámbito individual y privado, sin trascender al social, profesional y civil. Un más elevado nivel de cultura teológica y litúrgica, el acceso de los seglares al apostolado organizado, particularmente en las filas de la Acción Católica, han acercado más la religión a la vida. Pero un enfoque demasiado sentimental y casi exclusivamente piadoso y devocional en los métodos pastorales, el no dar siempre la importancia debida al núcleo esencial y a lo fundamental cristiano, entre otros factores que sería largo examinar, han hecho que en no pocas de nuestras estadísticas y dentro de nuestros templos aparezca acusador el desigual porcentaje de práctica religiosa entre el hombre y la mujer, entre el niño y el adulto.
¿Será la figura de Cristo ―nos preguntamos ante estos fenómenos― capaz todavía de despertar el entusiasmo en una juventud víctima a veces de la desilusión? ¿Tiene aún el evangelio entrada en el jefe de industria, el catedrático, el obrero, en la ciudad como en el campo? Los ideales cristianos que configuraron al conductor y guía de otras épocas, que han sido buenos para hacer santos en todas las clases y estamentos sociales, que han engendrado varones perfectos, maestros del vivir, artífices del progreso, ¿serán válidos para nuestra época? La respuesta, felizmente afirmativa, la encontramos en vosotros. Al veros, el alma se abre a la esperanza: la religión, con sus valores, si presentada rectamente, conserva todavía su poder de atracción, su interés en los hombres, en los jóvenes que, según vuestro lenguaje «pisan fuerte», tienen estilo, con puesto en las profesiones, con influjo en la vida.
Más aún, la llamada al cristianismo no es para versátiles o tímidos, para los que se detienen en la mitad del camino o se entregan a oportunismos y viles compromisos.
El hombre acabado y perfecto, el hombre valiente y seguro de sí mismo, el hombre capaz de actuar y de amar, es siempre buen alumno de la disciplina de Cristo.
¡Oh qué riqueza de valores encierra la vocación cristiana! Recordadlo siempre; vividlo. A Cristo os une el compromiso solemne del bautismo; a El os ligan las relaciones vitales de los sacramentos que hacen circular por vuestras almas su sangre redentora. Cristo ocupa el centro de referencia de la historia universal, cósmica y humana: porque todas las cosas fueron hechas en El y por El, todo lo puso el Padre bajo su poder, a todos El atrae desde la cruz; y El enlaza con el corazón de cada uno como amigo, a todos invita a su gran empresa. ¡Oh hombres, o jóvenes que tenéis la sana ambición de las cosas grandes y hermosas! Sabed con alegría que podréis ser, que debéis ser, que ya sois, si lo queréis, de Cristo. De Cristo Verbo Encarnado, Hijo de Dios, Mesías del mundo, esperanza de la humanidad y único Maestro; de Cristo pan de vida, Pontífice, víctima, mediador entre Dios y los hombres. Sí, vosotros sois sus llamados, sus discípulos, sus testigos, miembros vivos, entrelazados en su inmenso y único Cuerpo Místico.
Habéis querido venir aquí, centro y corazón de la Iglesia, para sentir más de cerca sus palpitaciones, para acrecentar vuestro ya grande amor hacia ella, para tomar conciencia más viva de vuestra pertenencia al reino de Dios sobre la tierra, para afianzaros en los deberes y exigencias apostólicas que de ello derivan.
Sabemos que en vuestra palestra de espiritualidad y apostolado, en el movimiento de Cursillos, el «sensus Ecclesiae» es norte que orienta, palanca que mueve, luz y manantial que inspira y vitaliza. Llevaos de esta visita a Roma, Iglesia reina que preside la caridad, un amor hacia la Iglesia mayor aún, si pudiera ser, del que os devora, un propósito decidido de hacer Iglesia. Mas recordad siempre que «no es la conformidad con el espíritu del mundo, no es la inmunidad frente a las disciplinas de una razonable ascética, no es la indiferencia hacia las libres costumbres de nuestro tiempo, no es la emancipación ante la autoridad de los prudentes y legítimos superiores, no es la apatía hacia las formas contradictorias del pensamiento moderno lo que puede dar vigor a la Iglesia... sino su actitud para vivir según la gracia divina, su fidelidad al evangelio, su cohesión jerárquica y comunitaria» (Ecclesiam suam, n. 26).
Y finalmente una breve reflexión sobre el Concilio, diríamos mejor sobre el postconcilio. El desarrollo doctrinal de sus documentos ―al igual que lo ha sido su elaboración― es obra del magisterio de los Obispos, coadyuvados por los peritos; mas su estudio, difusión y aplicación toca a toda la Iglesia.
Nos conmueve la delicadeza con que en Nuestra humilde persona depositáis vuestra gratitud al Episcopado del mundo entero por el don del Concilio celebrado. Al ganar el jubileo en Nuestra Catedral de Letrán pedid al Espíritu Santo que siga iluminando y guiando al Pueblo de Dios, que Pastores y fieles sepamos aprovechar y hacer rendir los talentos confiados a la Iglesia en este periodo de su historia: para realizar la imagen ideal de la Esposa Santa e Inmaculada (cf. Eph. 5, 27), para crecimiento y aumento del Cuerpo Místico de Cristo, para la unión de todos los cristianos, para la recristianización del mundo entero.
En esta esperanzadora tarea, el Concilio especifica vuestro cometido con palabras que bien pueden formar parte de vuestro programa: «Los seglares han de procurar, en la medida de sus fuerzas, sanear las estructuras y los ambientes del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todo esto se conforme a las normas de la justicia y favorezca, más bien que impida, la práctica de las virtudes. Obrando así impregnarán de sentido moral la cultura y el trabajo humano» (Lumen gentium, n. 36).
¿No es eso lo que vosotros pretendéis al querer sustituir en el alma las tinieblas del pecado con los colores vivos de la gracia y al querer poner transparencia de fe luminosa donde antes había duda, tormento, egoísmo? Sea vuestro postconcilio una primavera de flores cristianas que alegren el paisaje del mundo y una aurora de nuevas luces que marquen vuestro camino y el camino de los hombres que, quizás sin saberlo, también se dirigen hacia Dios.
Amadísimos Hijos:
La visión de los males que afligen a la Iglesia y a la humanidad muchas veces oprimen Nuestra alma. Mas permitidnos expresar el gozo sobreabundante que en estos momentos la inunda ante el coro inmenso de vuestra fe viril en Cristo, de vuestra fidelidad a la Iglesia, de vuestra fervorosa adhesión a esta Cátedra de Pedro y al ministerio de la Jerarquía Episcopal.
¡Cursillistas de Cristiandad! Cristo, la Iglesia, el Papa cuentan con vosotros.
¿Seréis siempre apóstoles?
¿Trataréis con vuestro testimonio de que la Iglesia aparezca al mundo bella como Cristo la vio, la quiso, la amó?
¡Estáis listos para realizar el programa del Concilio?
¡Gracias! ¡Gracias! San Pablo os aliente: la Virgen Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia os ampare. En nombre de su Hijo recibid Nuestra más amplia y cordial Bendición Apostólica.
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