RADIOMENSAJE DEL SANTO PADRE PABLO VI
AL PRIMER CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL DE HONDURAS
Domingo 16 de abril de 1967
Amadísimos Hijos,
Es la primera vez que las ondas de la Radio llevan Nuestra voz a Honduras. Lo hacemos con la emoción y cariño que la circunstancia excepcional de vuestro Primer Congreso Eucarístico Nacional hace subir del corazón a los labios. ¿Qué mejor recuerdo de la erección de la primera Arquidiócesis en Tegucigalpa que la serie de manifestaciones religiosas organizadas a lo largo de todo un año y cuyo centro lo constituyen los actos de estos días?
El celo de la Conferencia Episcopal ha encontrado el modo de conseguir que aquello, que hubiera podido tener solo carácter exterior y efímero, se haya convertido en una etapa de renovación espiritual intensa a la enseña de la Eucaristía. Docenas de misioneros han ido recorriendo aldeas y ciudades para penetrar en lo íntimo de la conciencia mediante la palabra, portadora de salvación y vehículo de la gracia; para provocar la restauración de la vida sobrenatural recibida en el bautismo; para valorizar el aspecto sagrado del matrimonio y restablecer la institución familiar en la perspectiva de la Ley de Dios; para dar, en una palabra, al catolicismo en su expresión individual y colectiva todo el vigor y lozanía, toda la vibración social que el momento actual exige.
Os felicitamos, amadísimos Hijos, por la nueva aura que invade vuestra existencia cristiana, merced a organizaciones y movimientos providenciales, de apostolado. ¡Adelante! La Virgen Santísima que, bajo el título de Suyapa, veneráis como a Madre y Protectora de la Nación, y cuyo gran Santuario está surgiendo gracias a vuestra ayuda, os asista y aliente. Nunca olvidéis que el amor y misericordia de Dios son más inteligibles y están más al alcance de la mano para los hombres a través de la figura de Aquélla que, con ocasión del segundo Concilio Vaticano, proclamamos Madre de la Iglesia: «¿Podrá acaso una madre olvidar a sus pequeñuelos —nos dice la Escritura— y no tener compasión del fruto de sus entrañas?» (Is. 49, 12). ¡Qué bueno es el Señor que ha puesto la vida de la humanidad redimida bajo el signo del amor materno de María! ¡Amor que unifica, que no sufre la división, el resquemor, la lucha estéril entre los propios hijos!
Vuestra mirada, vuestra alma entera han estado estos días del Congreso - y lo están todavía en estos momentos - embelesadas ante la Hostia Santa. La meditación de Cristo inmolado, hecho víctima de propiciación, alimento sobrenatural, os ha permitido ver su entrega como gesto que enseña perdón y que indica el camino de la bondad, como fuente que engendra y nutre la solidaridad, que refuerza el vínculo de la unidad.
Los primeros cristianos, que tenían un solo corazón y una sola alma (cfr. Act. 4, 32) «eran frecuentadores asiduos de la fracción del pan y de las plegarias» (Act. 2, 42). La comunión eucarística, desde los primeros tiempos, ha sido en la Iglesia no sólo el símbolo sino sobre todo el manantial de la caridad fraterna. El pan se forma de muchos granos, el vino ha sido exprimido de múltiples racimos: cuantos reciben el mismo alimento, Cristo, justo es que tengan armonía de pensamiento y concordia de acción. Y es también lección del Divino Maestro: si presentáis vuestros dones, vuestras vidas, vuestras personas en oblación saludable ante el altar, (cómo podréis olvidar que sin el amor al prójimo no puede resultar agradable a Dios vuestra ofrenda? (cfr. Matth. 5, 23-24).
La fuerza de los pueblos se asienta en la unión de sus ciudadanos; la grandeza de las naciones se apoya principalmente en la cooperación de sus habitantes. No es posible quedar indiferentes ante la gran tarea, de recorrer el camino trazado por el Concilio, para la que la Iglesia cita a todos; no es legítima la pasividad ante el esfuerzo ingente de superación nacional a que en la hora actual vuestra Patria os convoca.
Amadísimos Hijos,
Antes de acabar esta conversación, tan agradable, con vosotros, queremos rogaros que juntéis vuestra invocación a la Nuestra. Bien sabéis que no hay don que no descienda del Padre da las Luces por mediación de Jesucristo, cuyo sacrificio del Calvario se prolonga en la Misa. Mas no hay sacrificio sin víctima y sin sacrificador. La víctima sigue siendo Cristo que incorpora a su sangre el dolor y el trabajo de los hombres; El es también el Sacerdote Eterno que continúa inmolándose sobre los altares, pero que tiene necesidad de Ministros, tomados de entre los hombres y en favor de ellos constituidos. En vuestro pueblo, que desde los albores de su descubrimiento acogió el mensaje evangélico y lo hizo parte de su patrimonio más preciado, no se ha de apagar la llama del holocausto por ausencia de sacerdotes; nunca se extinga el eco de la Palabra de vida eterna, por falta de mensajeros. Suba pues la oración de todos pidiendo obreros en abundancia para la mies que ya blanquea. Esta es la gracia principal que, entre tantas otras, imploramos todos en la súplica coral de la clausura de la Asamblea Eucarística.
Mientras tanto y con el corazón lleno de afecto, otorgamos al dignísimo Legado Nuestro, al venerado y dilecto Arzobispo de Tegucigalpa y demás Hermanos en el Episcopado presentes en el Congreso, a las Autoridades, a los Sacerdotes, a las Familias Religiosas y fieles de Honduras, Tierra para Nos siempre tan querida, una amplia y especial Bendición Apostólica.
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