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  DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A SU MAJESTAD EL REY OLAV V,
SOBERANO DE NORUEGA*

Viernes 28 de abril de 1967

 

Después de haber recibido aquí mismo hace poco tiempo a los Soberanos de Dinamarca y – muy recientemente – a Su Majestad el Rey de Suecia, constituye para Nos una alegría ver estrecharse aún más los lazos de la Santa Sede con los países escandinavos al recibir hoy la visita de Vuestra Majestad.

Nos parece ver que se rompe un largo silencio y que se reanuda el hilo de antiguas y fecundas relaciones con esos países nórdicos que, alejados geográficamente de esta Sede Apostólica, sin embargo no han estado nunca ausentes de su solicitud.

En efecto, como lo atestigua la historia, el mensaje cristiano fue llevado desde Roma hasta el extremo norte de Europa. ¿Y cómo olvidar que vuestra patria ha dado a la Iglesia, entre otros santos, aquel cuyo nombre glorioso lleva Vuestra Majestad y que lo precedió en el trono: el rey San Olav?

Tampoco Nos podríamos silenciar el hecho de que uno de Nuestros predecesores, que reposa actualmente en las Grutas de la Basílica Vaticana, el inglés Nicolás Breakspear, antes de ser elevado a la dignidad papal con el nombre de Adriano IV, recibió de Roma el encargo de la organización religiosa de Noruega. Enviado como Legado a vuestro país en 1152, fundó allí la arquidiócesis de Nidaros (la actual Trondheim) con diez obispados sufragáneos.

Si bien el período de separación que se inició en el siglo XVI fue, sin duda, un mal para la cristiandad entera, nos place, al menos, saludar en la renovación ecuménica actual, los signos anunciadores de tiempos mejores.

Vuestra Majestad no ignora que la Iglesia católica ha iniciado por su parte en estos últimos años el diálogo ecuménico con las otras confesiones cristianas y espera contribuir así eficazmente al progreso de la gran causa de la unión de los cristianos. Se puede pensar que ese clima nuevo ayudará a sobrepasar las situaciones históricas superadas y las ideas preconcebidas, tanto de una parte como de otra, y que favorecerá el acercamiento de las almas y, como feliz consecuencia, la cordialidad de las relaciones entre la Santa Sede y los países nórdicos.

La venida del Soberano de Noruega al Vaticano se nos presenta verdaderamente, dentro de ese contexto, como uno de los "signos de los tiempos" que con tanta perspicacia descubrió Nuestro predecesor inmediato el Papa Juan XXIII, cuya figura inolvidable, Nos lo sabemos, inspira respeto y simpatía en Noruega al igual que en el resto del mundo. Permítanos Vuestra Majestad que Nos le digamos que el paso que ha dado hoy Nos conmueve profundamente. Es para Nos testimonio del interés que Vuestra Majestad tiene por la Iglesia católica y constituye para Nos una garantía de su afecto por Nuestros hijos que viven y trabajan en el territorio del reino.

Poco importante por su número, la pequeña comunidad de católicos noruegos cuenta, Nos creemos poder decirlo, con personalidades que honran a su patria por su valor intelectual, por la elevación de sus sentimientos religiosos y morales. Nos agregaremos además que las obras de algunos de ellos – Vuestra Majestad nos permitirá que mencionemos aquí a la gran novelista Sigrid Undset – han superado desde hace tiempo las fronteras del país, para conquistar celebridad mundial y enriquecer así el patrimonio cultural de la humanidad.

Nos podemos asegurar a Vuestra Majestad que los católicos de Noruega desean fervientemente ser buenos hijos de su Patria al mismo tiempo que de la Iglesia. Ellos gozan, Nos lo sabemos, de la mayor libertad para profesar su fe y para ejercer sus actividades, y experimentamos placer en reconocerlo en presencia de Vuestra Majestad. Es un motivo más para mirar con confiado optimismo las relaciones de esta Sede Apostólica con Noruega.

Estos son los sentimientos que Nos animan, mientras Nos deseamos a Vuestra Majestad la más cordial de las bienvenidas a Nuestra Sede e Nos invocamos de todo corazón sobre su Persona, sobre la Familia Real y sobre todo el noble pueblo noruego la abundancia de las bendiciones de Dios Todopoderoso.


*ORe (Buenos Aires), año XVII, n°752 p.4.

 



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