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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL


Lunes 6 de octubre de 1969

 

Venerables hermanos y amados hijos:

«La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunión del Espíritu Santo, sea con todos vosotros» (2 Cor 13,13).

A vosotros, que en la Iglesia de Dios tenéis el alto oficio y, como Nos os lo auguramos, el carisma de «doctores para la consumación de los santos en la obra del ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,12), y que por esta causa conocéis ya todo lo que se refiere a la naturaleza, la importancia, la finalidad de esta Comisión Teológica Internacional, a cuya composición os hemos llamado, no tenemos otra cosa que deciros que los sentimientos de nuestro espíritu con los que os recibimos y os confiamos el ejercicio de las funciones que de vosotros demanda la nueva institución.

Nuestro primer sentimiento es de satisfacción por haber correspondido al deseo expresado por el Sínodo Episcopal del 27 de octubre de 1967, el cual ha sugerido la oportunidad de crear este nuevo organismo para ayuda de la Santa Sede y especialmente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Deseosos de secundar los anhelos de una voz tan autorizada como es la del Sínodo Episcopal, aprovechamos esta ocasión oportuna que nos ha sido ofrecida para expresar nuestro propósito de llevar a la realización aquello que en el reciente Concilio tiene su primero y verdadero origen y de valernos efectivamente del recto consejo de nuestros hermanos en el Episcopado para imprimir al gobierno de la Iglesia una eficacia siempre mayor.

Otro sentimiento nuestro es la esperanza de que sea ayudado con vuestra colaboración nuestro gravísimo oficio de magisterio, que, a causa de la sucesión apostólica, nos ha sido confiado. Somos Nos los primeros en inclinarnos bajo el peso de la potestad que nos ha sido conferida, los primeros en advertir la debilidad de nuestras fuerzas personales frente a la plenitud de sabiduría y de verdad que el ejercicio de tal potestad de enseñar implica, los primeros en temblar en la humildad y en la oración, cuando el deber de nuestro oficio apostólico nos obliga a ejercer tal potestad, a medir el objeto con la palabra de Dios y a contrastarlo con la fe de la Iglesia, y a confirmar nuestra mente con las investigaciones piadosas y prudentes de los doctos, y a solicitar el consenso de nuestros hermanos en el Episcopado. La autoridad y la seguridad de este magisterio, vosotros lo sabéis, se apoyan en el mismo Cristo, nuestro único y supremo Maestro, y son absolutamente necesarias para el gobierno, para la estabilidad, para la paz y para la unidad de la Iglesia de Dios. Quien lo rechaza o quien lo niega, ataca a la Iglesia única y verdadera, debilita su fuerza apostólica, favorece no ya la instauración de la unidad de todos los cristianos en la verdad y en la caridad, sino más bien la dispersión del rebaño de Cristo, y ofende, por ello, gravemente a las almas que tienen o buscan la fe, r toma sobre sí ante Dios la responsabilidad de este delito.

Más todavía, aunque pudiésemos hacer nuestras las palabras de san Pablo: «Mi palabra y mi predicación no está en las palabras persuasivas de la sabiduría humana…», y también éstas: «Las cosas que hablamos, no en palabras doctas de la sabiduría humana, sino en la doctrina del Espíritu…» (1 Cor 2,4 y 13), no nos consideramos dispensados del estudio sincero y serio de la palabra de Dios, ni del empleo de todos los recursos competentes para adquirirnos aquella «ciencia de Dios» (cf. Col 1,10), que forma parte de la llamada pedagogía de la gracia, ni de la investigación de aquella disciplina que capacita para la enseñanza de la doctrina (cf. Rom 12,7); es decir, no solamente no prescindimos de la reflexión teológica, sino que la consideramos como una función vital, importantísima, connatural, necesaria del magisterio eclesiástico.

Por ello, grande es nuestra esperanza de que vosotros, cultivadores de la ciencia sagrada, que llamamos teología, podréis y querréis prestar una firme ayuda a la misión confiada por Cristo a sus apóstoles con estas palabras: «Poneos en marcha, pues, y enseñad a todas las gentes» (Mt 28,19); lo que se hará tanto con la cuidadosa investigación de la fe como con la búsqueda de todas aquellas nociones con que la fe se comprenda más cuidadosamente, más ampliamente y de modo mas acomodado a su divulgación, o en el ofrecimiento de aquellas sugerencias que abran al arte de la enseñanza caminos más fáciles, a saber, que muestren, de modo más apto, qué hay que enseñar y cómo hay que enseñar[1] .

Permítasenos mencionar un tercer sentimiento, que tenemos en el corazón en estos instantes, y es el deseo de aseguraros, venerables hermanos e hijos queridísimos, los sentimientos de nuestra estima y de nuestra confianza en vosotros y en la conciencia de vuestra importantísima responsabilidad en orden a la doctrina, que os califica como teólogos en la Iglesia católica. Lo cual equivale a aseguraros de nuestra intención de reconocer las leyes y las exigencias propias de vuestros estudios, es decir, de respetar aquella libertad de expresión que es propia de la ciencia teológica y aquella posibilidad de investigar que reclama el progreso de la ciencia, la cual estima sumamente cada uno de vosotros. A este propósito, desearíamos disipar en vosotros el temor de que el servicio que se os ha reclamado deba por ello condicionar y restringir el ámbito de vuestros estudios hasta el extremo de impedir las legítimas investigaciones o las fórmulas que convengan a la doctrina. No deseamos que se cree indebidamente en vuestros ánimos la sospecha de una emulación entre dos primacías, la primacía de la ciencia y la de la autoridad, cuando en este campo de la doctrina divina sólo existe una primacía, la de la verdad revelada, la de la fe, la cual tanto la teología como el magisterio eclesiástico quieren proteger con deseo unánime, aunque de modo diverso.

Sed, pues, tan fieles al objeto de vuestros estudios, es decir, a la misma fe, como confiados en la posibilidad de desarrollar esas investigaciones según sus propios principios y según vuestro ingenio personal. Esto significa que admitimos gustosos el progreso y la variedad de las ciencias teológicas, es decir, aquel «pluralismo», que parece caracterizar hoy y designar aptamente la cultura y la humanidad de nuestro tiempo; sin embargo, no podemos menos de advertir que es absolutamente necesario, como siempre ha profesado la tradición de la Iglesia, conservar la misma intrínseca verdad de la doctrina católica, «es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia», como todos vosotros sabéis perfectamente.[2]

Deseamos, finalmente, expresar el deseo de que la colaboración que vais a prestar al dicasterio de la Santa Sede, destinado a la custodia de la Doctrina de la Fe, llegue a ser sumamente próvida y saludable, no solamente para defender al pueblo de Dios de tantos y tan grandes errores como lo amenazan, los cuales invaden el divino depósito de la verdad revelada por Dios y transmitida con autoridad por la Iglesia católica, sino también para otros dos objetivos de la máxima importancia: el de encontrar en la firmeza de nuestra fe el misterioso camino de un lenguaje persuasivo que sea apto para instituir el diálogo ecuménico, un diálogo orientado a restablecer en la misma fe y en la misma caridad la perfecta y feliz comunión con los hermanos hasta ahora separados de nosotros; y el de corroborar nuestro arte de enseñar, que con palabra griega llaman kerigmático, y nuestra capacidad de presentar el anuncio de la revelación divina y de la humana salvación con aquella fidelidad que supera las fuerzas de nuestro ingenio y también las habilidades de pensar y actuar de los hombres de nuestro tiempo, pero juntamente con la claridad de la palabra, la nitidez del modo de decir, el ardor de la caridad, de modo que la tarea apostólica de la Iglesia en el mundo contemporáneo irradie, hoy más que nunca, su luz de verdad, de belleza y de segura constancia.

Para ello no os faltarán —os los aseguramos, hermanos e hijos— nuestro respeto, nuestra plegaria, nuestra bendición apostólica.

 
 

[1] Cf. M.-D. Chenu, Les théologiens et le Collège Épiscopal. Autonomie et service, en L’Évêque Dans l’Église du Christ (Paris, Desclée de Brouwer, 1963) 174ss.

[2] Cf. Concilio Vaticano I, Const. dogmática Dei Filius, c.4: DS 3020, etc.

 

  



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