DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE ESCOCIA
EN VISTA "AD LIMINA APOSTOLORUM"
Sábado 4 de marzo de 1978
Venerables y queridos hermanos en Cristo:
Es un gran placer para nosotros recibiros esta mañana. Porque precisamente hoy hace cien años que nuestro predecesor León XIII, con la Ex supremo apostolatus apice, que era de hecho su primera Bula Apostólica, restauró la jerarquía de la Iglesia católica en Escocia, una Iglesia que él calificó de "Hija querida de la Santa Sede".
Hoy celebramos este importante aniversario unidos en Jesucristo. Al hacerlo recordamos, con acción de gracias llena de amor, no sólo el acontecimiento de hace un siglo, sino también los viejos orígenes de la fe en vuestra tierra. La Providencia de Dios os unió a la Sede de Roma desde los tiempos de San Niniano, que os predicó el Evangelio de la salvación. El poder de la gracia de Dios ha sostenido a vuestro pueblo a través de las vicisitudes de los siglos y ha producido abundantes frutos de justicia y santidad en la vida cristiana.
Hace dos años ofrecimos a la veneración de la Iglesia universal a un "glorioso campeón de vuestro pueblo, a un ideal ejemplar de vuestra historia pasada, a un modelo magnífico para vuestro dichoso futuro"(L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de octubre de 1976, págs. 2 y 11). Lo recordáis bien; era la canonización de Juan Ogilvie. En aquella ocasión, al participar de vuestra "alegría y orgullo" (Alocución a los peregrinos escoceses, ib., 24 de octubre de 1976, pág. 4), nuestro pensamiento volaba a los católicos que habían quedado en el país. Hoy una vez más, todo el amor de nuestro corazón va a los fieles de Escocia.
Saludamos por medio de vosotros al clero, a los religiosos y a los laicos que juntamente con vosotros forman la única comunión de la Iglesia. Queremos que conozcan todos nuestro paterno interés por ellos y sepan que oramos a diario por su prosperidad. Enviamos un saludo especial a los que están lejos de los centros diocesanos y a los que viven en las alejadas localidades de las Hébridas, de Orkney y Shetland, todos nos son cercanos en el amor de Cristo.
Aprovechamos esta oportunidad para decir una palabra sobre el rol del laicado en la Iglesia.
Aunque se han hecho muchos progresos en la promoción del apostolado de los laicos, la doctrina del Concilio Vaticano II es tan rica en este tema que conviene seguir reflexionando sobre ella.
Los obispos deben recordar constantemente a su gente que el apostolado seglar es "participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación" (Lumen gentium, 33). Si los seglares se convencen de la afirmación anterior, esta persuasión puede darles el sentido profundo de su identidad cristiana y comunicarles energías nuevas para cumplir su tarea peculiar.
El rol del laicado es grande: trabajar por la santificación del mundo desde dentro, al igual que la levadura (ib., 31). Por medio del laicado el mundo debe "impregnarse del espíritu de Cristo y alcanzar su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más destacado" (ib., 36).
Clero y laicado trabajando en íntima unión pueden llegar a profundizar más en la aplicación concreta de estos principios; y la Iglesia toda será tanto más fuerte, cuanto más viva el laicado la autenticidad de su vocación específica.
Al desarrollar vosotros vuestra misión personal de Pastores del Pueblo de Dios, haced todo lo posible por explicar no sólo la gran dignidad del seglar, sino también cuál es la fuente de su fortaleza.
Esto nos lleva al segundo punto, la Eucaristía. Aquí no sólo los sacerdotes cumplen su misión y encuentran estímulo, sino que asimismo lo hacen todos los miembros de la Iglesia.
Claro está, la participación plena y activa de todo el pueblo en la sagrada liturgia es "fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano" (Sacrosanctum Concilium, 14).
Desde la Eucaristía el fiel se lanza a cumplir su misión peculiar al servicio del Evangelio y a dar el testimonio del reino de Dios propio del seglar.
De la Eucaristía sacan fuerza para la actividad evangelizadora que les es propia en los campos político, social, económico, cultural y científico, o en las artes, la vida internacional, la esfera de los mass-media y en todas las dimensiones de la actividad humana (cf. Evangelii nuntiandi, 70).
De este modo el poder del misterio pascual transforma el mundo y hace avanzar el reino de Dios.
Pero a fin de subrayar la maravillosa unidad del plan de Dios, no vacilemos en afirmar que el laicado depende de la Eucaristía. Y por ello mismo depende del sacerdocio para poder cumplir su misión eclesial.
El Concilio ha dicho con acierto: "la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad" (Lumen gentium, 32). Y pues vosotros muy acertadamente os preocupáis de proclamar la dignidad del laicado, os rogamos que intensifiquéis los esfuerzos porque vuestro pueblo haga oración y fomente vocaciones para el sagrado sacerdocio. La necesidad es grande. En ello está en juego el bien de todo el Cuerpo de Cristo.
Os rogamos, por tanto, que deis prioridad y prestéis gran atención personal a la preparación de los candidatos al sacerdocio, al contenido doctrinal de las enseñanzas que se les imparten y a todo cuanto tiene algo que ver con la vida de los seminarios.
Sí, queridos hijos, el laicado, la Eucaristía, las vocaciones al sacerdocio: éstos son los tres temas principales de nuestro mensaje de hoy, al confirmaros en la fe de Pedro y Pablo, la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios y Salvador del mundo.
Al brindaros estas ideas, os prometemos nuestras oraciones por vuestros afanes pastorales e impartimos sobre vosotros y sobre vuestro pueblo querido una bendición apostólica especial.
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