DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR CARLOS QUINTANILLA,
EMBAJADOR DE BOLIVIA ANTE LA SANTA SEDE*
Sábado 10 de agosto de 1940
Señor Embajador:
Después de cosechar tantos laureles, bien merecidos en vuestra carrera al servicio de la patria aun desde su más elevada Magistratura, Su Excelencia el Señor Presidente de la República de Bolivia os honra confiándoos ante Nos una misión de tanto mayor importancia cuanto más arraigados y profundos son los sentimientos católicos de vuestro pueblo.
Las manifestaciones, con que habéis querido acompañar la presentación de vuestras Credenciales, Nos confirman gratamente en la persuasión de que, por encima de todos los vaivenes de la política y de los consiguientes cambios de personas y cosas, los dirigentes de la Nación y el pueblo boliviano perseveran unánimes en el propósito de conservar y afianzar las relaciones tradicionales de confianza y amistad entre la S. Sede y la Nación boliviana.
Con singular agrado os hemos escuchado, Señor Embajador, cuando Nos decíais, que «consideráis esta misión como el más alto honor a que podíais aspirar como católico y ciudadano de una República verdaderamente cristiana»; pues esta declaración es para Nos garantía segura de que las tareas de vuestro nuevo cargo, encaminadas a promover los más elevados intereses espirituales y morales de vuestra patria, hallarán en vos aquel cariño y perseverancia en el esfuerzo, que Dios suele galardonar con feliz resultado.
Desde las elevadas y serenas cumbres de los Andes y a través del ancho Océano venís, Señor Embajador, de una Nación católica, cuya capital fue fundada con el dulce nombre de Nuestra Señora de la Paz.
En un momento, en que las convulsiones de una guerra tremenda atormentan Europa, llegáis augurándonos cordialmente la consolación del éxito a Nuestros esfuerzos y anhelos intensísimos por la paz.
Como hijo y representante de un pueblo que se siente orgulloso de la cultura católica recibida de Europa, sabéis muy bien que en la humanidad redimida por Cristo es imposible una paz verdadera fuera de los principios y normas de justicia y caridad promulgados en el Evangelio. En todo tiempo la Cátedra de Pedro se ha esforzado por lograr, que en esos supremos criterios de verdadera fraternidad humana buscaran los hombres desapasionadamente noble solución a los problemas que los dividen. Y Nos, sintiendo en estos momentos toda la gravedad del peso de Nuestro deber, declaramos, que no cesaremos de amonestar a lo mismo con paternal insistencia a todos y en especial a los que llevan sobre sus hombros la tremenda responsabilidad del porvenir de las Naciones. Pensamos con S. Agustín, que «Dios es el que dirige los principios, el desarrollo y los fines de las mismas guerras» (De Civit. Dei, 1. VII, c. 30); y en consecuencia no dudamos que la divina Providencia sabrá obtener sus frutos espirituales y morales de la contienda: pero a la vez exhortamos a seguir la voz de la Iglesia, que con amor materno manda suplicar a Dios y amonesta a los hombres para que libren a la humanidad del azote de la guerra.
Nos complace saber que en el corazón del pueblo boliviano han hallado siempre filial acogida Nuestras llamadas a la paz y que en su clarividencia ha comprendido perfectamente la imparcialidad, desinterés y elevación de los motivos que Nos obligan a aconsejarla, conforme a los deberes santísimos de Nuestro Ministerio Apostólico; y le rogamos Nos ayude a obtenerla de Dios con sus oraciones ante la Reina de la Paz en el Santuario de la Virgen de la Candelaria.
Implorando la protección benéfica del Altísimo para el noble pueblo boliviano, os pedimos, Señor Embajador, seáis intérprete, ante Su Excelencia el Señor Presidente y ante los miembros de su Gobierno, de Nuestros sinceros votos por su personal felicidad al frente de la Nación boliviana.
Y a Vos, para que estéis seguro de Nuestro benévolo apoyo en las gestiones de vuestro alto cargo y para satisfacer al deseo que Nos acabáis de manifestar, os damos de corazón y la extendemos a Nuestros amados hijos de la lejana Bolivia, la Bendición Apostólica.
*AAS 32 (1940) p.360-361.
L’Osservatore Romano 11.8.1940, p.1.
Discorsi e radiomessaggi, II, p.211-213.
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