RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL CLERO Y AL PUEBLO ARGENTINO POR LA AYUDA PRESTADA
A LAS NACIONES NECESITADAS*
Domingo 1 de febrero de 1948
Venerables Hermanos y amados hijos de la República Argentina:
Una vez más la voz del Padre común, para vosotros ya tan conocida y familiar, llega a vuestros oídos, con el mismo afecto y cariño de siempre por parte Nuestra y recibida —estamos seguros de ello— por parte vuestra, con la misma filial veneración.
Pero ahora no resuena jubilosa para cantar glorias excelsas, entre luces y entre flores, o para conmemorar fechas inolvidables; esta vez vibra concretamente por dos razones: para daros las gracias y para recurrir de nuevo a vuestra fecunda generosidad.
Primero, la gratitud. En un mundo y una hora, donde más de una vez Nuestras palabras han sido o mal comprendidas, o peor interpretadas, hemos de confesar que Nuestro corazón de Padre ha descansado en vuestra dócil fidelidad. La liberalidad con que habéis correspondido al llamamiento dirigido por Nos a Nuestros amadísimos hijos los Cardenales de Buenos Aires y de Rosario, en favor de los países de Europa asolados por la guerra, Nos ha servido de grandísimo consuelo. Por eso Nuestro gracias más cordial va en este momento a cuantos han querido colaborar en tan santa Cruzada y muy especialmente a la Comisión pro ayuda a Europa, con su digna presidenta, Nuestra amada hija en Jesucristo Doña Sara Benedit de Pereda, a la cabeza.
Mas cuando la necesidad no cesa, antes se exacerba todos las días, es imposible que enmudezca el verbo que implora. Por eso ahora Nuestra voz es también voz transida de dolor, que quisiera hacer vibrar en vuestros corazones las fibras más nobles y más recónditas; por eso hoy vuestro Padre se os presenta de nuevo con la mano extendida y vuelve a invocar vuestra largueza; por eso hoy acude a vuestra generosidad cristiana todavía otra vez, sin temor de que el manantial esté agotado, pues aunque sabe que los abismos del mar tienen fondo, no puede admitir que lo tenga vuestra munificencia, tan cristiana como señoril.
Y, ¿para quién os pedimos, después de todo? Para aquéllos a quienes Dios Padre desde la eternidad ama; para los que Jesucristo ha amado hasta el punto de identificarlos consigo —con una identificación tan perfecta como su amor— y de proclamar que lo que se hiciera con ellos lo contaría como hecho a sí mismo (cf. Mt 25,40). ¡Lejos de vuestra grande alma todo cálculo mezquino!; pero si todavía queréis más, pensad que os proponmos el negocio de los negocios: un vaso de agua fresca que no quedará sin recompensa (cf. Mt 10,42), un mendrugo o una prenda de vestir que pueden valer el Reino preparado desde el principio del mundo (cf. Mt 25,34), y hasta el gozo mismo de Dios! (cf. Mt 25,21)
Hoy el mundo navega a la deriva, acaso más que nunca, tras el norte engañoso de la felicidad. Y la felicidad está solamente en Dios y en la práctica de sus divinas enseñanzas. Por eso nuestros días reclaman apóstoles: ¡sedlo vosotros, pero no olvidéis que la caridad tiene que ser vuestra credencial, porque El que ha de despacharla ha dicho: «Por aquí os conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros»! (Jn 13,35)
El que regala lo que le sobra, cumple sencillamente con su deber; el que da de lo que ha menester se eleva sobre el común de los hombres, tiranizados por la ley inexorable del egoísmo. Ser generoso el pobre es cosa admirable, aunque no rara, pero que no podrá exigirse todos los días; serlo el que tiene en abundancia será la forma más elemental de gratitud, para con Aquél de quien todo bien procede.
Amadísimos hijos de la República Argentina: mucho, muchísimo os ha dado el Señor en todos los sentidos, grandes son las necesidades de vuestros hermanos de Europa, que constantemente acuden a la pobreza del Padre común; altísimo el impulso de vuestro noble espíritu, que en ninguna cosa quiere ser a nadie segundo; bien habéis demostrado cuan espléndidamente sabéis cumplir con vuestro deber. «Tocados del amor, el amor lo debe hacer todo»: os decíamos Nos mismo sobre vuestro suelo y en ocasión solemnísima; y ahora os añadimos: vuestro amor, vuestra caridad todo lo deben remediar ahora, aunque fuese a costa de algunos sacrificios.
Queremos terminar, como siempre, dándoos Nuestra Bendición, esta vez de manera muy especial para todos los que han contribuido y van a contribuir con sus limosnas al alivio de las miserias de sus hermanos de Europa; que Nuestra Bendición atraiga para vosotros las mejores gracias del cielo y que estas gracias desciendan sobre el jardín de vuestras almas como rocío de la mañana —«sicut ros super herbam» (Pr 19,12)— refrescando, estimulando, dando nuevo vigor y lozanía a las plantas ya frondosas de vuestras virtudes, de vuestra fe, de vuestra esperanza y, sobre todo, de vuestra caridad.
* AAS 40 (1948) 85-87.
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