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DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL SEÑOR JOAQUÍN RUIZ-GIMÉNEZ CORTÉS,
EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE
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Domingo 12 de diciembre de 194
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Señor Embajador:

No habría sido necesaria, si no se hubiese tratado de una oportunísima referencia personal, la discreta presentación que de sí mismo acaba de hacernos Vuestra Excelencia, pues de Nuestra memoria no se había borrado el recuerdo de su inteligente actividad al frente de la organización internacional de la intelectualidad católica, actividad de la que su promoción al alto cargo, que en este momento comienza a ejercitar, podría considerarse premio y corona.

Por eso, al acogerle como sucesor de un experto y prudente diplomático, que tan grato recuerdo Nos deja, y al recibir las Cartas Credenciales, que le acreditan corno Representante del Jefe del Estado Español, Nos congratulamos de modo especial, puesto que ya conocemos los altísimos ideales, que han sido guía y norte de la múltiple actividad organizativa, directiva y docente, que ha llenado la vida, toda vía no demasiado larga, de Vuestra Excelencia.

De tan excelsos ideales, Señor Embajador, uno Nos parece que los resume todos: llevar al mundo intelectual les beneficios de la verdad católica, para que luego él, haciendo de esta verdad el núcleo de su inspiración, el principio de su fecundidad y el centro de su unidad, pueda comunicarlos —desde lo alto de la cátedra o de la tribuna, desde las páginas del libro, de la revista o del periódico—, a la humanidad sedienta, a fin de que ella pueda encontrar en aquella doctrina salvadora la fuente inagotable de ]a verdad, el principio de todo auténtico progreso y la plataforma de toda armonía estable y duradera.

Vuestra Excelencia, cual experto conocedor del ambiente en que vive, sabe que no faltan hoy tampoco espíritus rectos, que buscan con sinceridad luz para sí, fraternidad para los que conviven dentro de unas fronteras y, para las relaciones entre los pueblos, el acuerdo y la paz. Pero también acaso habrá lamentado más de una vez que estos esfuerzos se pierdan tras el espejismo de verdades aparentes, bajo los apriorísticos dogmatismos de falsas concepciones o entre las intrincadas marañas de las concupiscencias o de las exigencias del momento, que solamente parecen tener en cuenta la conveniencia propia o la pronta salida del compromiso actual. Se diría que para ellos no existen las grandes normas, los eternos principios y que por eso mismo sus conatos están condenados a la esterilidad.

Así comprenderá mejor, Señor Embajador, con cuánta satisfacción le hemos oído aludir a una juventud española y a un pueblo español, que quieren tener siempre ante los ojos la verdad católica, penetrando la vida pública y social de todos y cada uno, informando las decisiones de sus más altos Consejos y animando las manifestaciones todas de una Nación, que se precia de ser y de aparecer fiel hija de la Iglesia y de esta Sede Apostólica. Pero Nos, si Vuestra Excelencia lo consiente, añadiríamos que debía ser así, porque a esta verdad, como justamente se ha observado, le debe esa Nación la, trabazón misma de su temprana nacionalidad, la inspiración de sus grandes artistas, las elucubraciones de sus profundos pensadores, los vuelos altísimos de sus místicos incomparables y hasta una buena parte de aquel impulso, que la llevó a romper con los límites de lo conocido para poder llevar aquella doctrina y aquella salvación a un Mundo Nuevo, que Vuestra Excelencia acaba de recorrer y donde habrá podido constatar que la más preciosa herencia que la Madre Patria ha legado a sus hijas es la incondicional fidelidad a Cristo y a su Iglesia.

Ojalá, Señor Embajador, que las grandes verdades de nuestra sacrosanta Religión ahonden cada vez más en el alma del pueblo español, contribuyendo a la constante elevación moral y material de sus clases más humildes, como es nuestra perenne preocupación; manteniendo en la vida familiar la preciosa herencia de las viejas tradiciones; cerrando el paso a la codicia de las riquezas —tentación fácil en los tiempos difíciles—; extinguiendo los odios y llevando en todo a plena madurez su pujante primavera espiritual. Así la Iglesia, sirviéndose también del generoso apoyo que entre vosotros reciben sus obras, libre de preocupaciones y de trabas, hará patente una vez más la eficacia de su doctrina al servicio de la felicidad terrena y ultraterrena, de la prosperidad y de la paz.

Sea, pues, bienvenido, Excelentísimo Señor, y esté seguro de que sus anhelos de intensificar las relaciones entre su Patria y esta Sede Apostólica, hallarán en Nos la más fervorosa correspondencia. Y para esta labor, lo mismo que para el esfuerzo común en favor de la pacificación del mundo y para cuanto pueda referirse al mejor desempeño de su misión, puede estar cierto de hallar continuamente en Nos la más benévola acogida.

Señor Embajador: entre tantas amarguras como quieren asaltar continuamente Nuestro espíritu, es uno de Nuestros mayores consuelos el sabernos en todo momento rodeados y asistidos por el amor y por las oraciones de Nuestros amadísimos hijos de todo al mundo. Entre ellos sabemos muy bien que el nobilísimo pueblo español se cuenta entre los primeros. ¿Cómo, pues, no habríamos de bendecirle afectuosamente a él, al Jefe del Estado con el Gobierno, a Vuestra Excelencia y a su distinguida familia?

Que el Dios de misericordia y de verdad proteja siempre a la nación española, tierra fecunda de santos; que por encima, de todos los peligros y valiéndose del celo heroico de sus mejores hijos la conserve siempre fiel a su encumbrada vocación cristiana; y que también en este mundo le conceda aquella estima, a que los muchos servicios por ella prestados a la causa de ]a Religión y de la civilización, le hacen acreedora.


* AAS 40 (1948) 555-557.

L’Osservatore Romano, 13-14.12.1948, p.1.

Discorsi e radiomessaggi X, p.303-305.

 



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