DISCURSO DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS PARTICIPANTES EN EL I SIMPOSIO INTERNACIONAL
DE GENÉTICA MÉDICA*
Lunes 7 de septiembre de 1953
Sed bienvenidos, señores, que habéis querido aprovechar vuestro Primum Symposium Internationale Geneticae Medicae para visitarnos. Respondemos a vuestra delicada atención manifestando Nuestra alegría de poder pasar unos instantes con vosotros.
Durante estos últimos años se han reunido aquí cierto número de congresos de ciencias naturales. La característica de vuestra ciencia, la que la distingue entre otras ramas de la biología y de la medicina, es su juventud. Pero, a pesar de su corta edad, se destaca por un desarrollo rápido y por los objetivos tan amplios, casi podríamos decir temerarios, que vuestra especialidad se propuso.
Estos objetivos suscitan un vivo interés por parte de las instituciones que se ocupan del hombre como personalidad moral, de su formación, de la educación que debe imprimir en él un carácter maduro, firme, consciente de sus responsabilidades de su manera de pensar y de obrar en las cuestiones decisivas cara al tiempo y a la eternidad. En respuesta al deseo que Nos habéis manifestado, no hemos podido rehusar el deciros algunas palabras en relación con vuestros trabajos y vuestros esfuerzos.
En efecto, entre las especialidades tan diversas de la biología, las investigaciones más dinámicas son quizá las de la genética, es decir, de la ciencia de la transmisión hereditaria de determinados caracteres que se efectúa de una generación a otra, según las reglas fijas. En Nuestra explicación, Nos quisiéramos, ante todo, mencionar algunos datos que suministra la literatura sobre la especialidad; son sin duda del dominio de vuestra competencia y Nos os dejamos el cuidado de apreciar su exactitud. A estos datos, Nos quisiéramos añadir algunas consideraciones básicas que puedan servir de norma para la apreciación metafísica y moral de tal o cual principio teórico de la genética actual y, mejor aún, para su aplicación en la vida real.
I
Vuestra ciencia ha dado a conocer la célula inicial de una nueva vida engendrada por medio de la fecundación. Esta célula decís vosotros que está formada por la fusión de los núcleos de dos células sexuales pertenecientes a una pareja de diferente sexo. Vosotros nos enseñáis que el nuevo ser viviente se construye, a partir de esta célula inicial, por divisiones celulares normales y continuas bajo la dirección de los genes contenidos en los núcleos y portadores de la herencia de antepasados. Pero vuestra ciencia da una comprensión más completa y más profunda de esta célula inicial en su origen, su estructura, su dinamismo, su finalidad y su riqueza interior. Ella ve allí a la vez un punto de llegada y un punto de partida. El punto de llegada de una larga evolución anterior y de la transmisión del patrimonio hereditario de dos ramas de la parentela por la larga serie de generaciones pasadas, desde el principio de la especie en cuestión hasta un nuevo individuo. El punto de partida de la serie de descendientes a los que el patrimonio hereditario puede y debe ser transmitido para continuar sin cesar la serie de generaciones.
Las obras de genética proyectan aquí su mirada sobre la profundidad y la extensión de la estructura y de las leyes de la vida; se evocan a este propósito con intensidad los misterios de la física atómica. Estas obras dan cuenta de los resultados adquiridos hasta el día, hechos ya bien determinados, pero también numerosos problemas que esperan todavía solución, tanto desde el punto de vista de la teoría como de su aplicación práctica.
La genética no consigna solamente los hechos, sino que se pronuncia también sobre la naturaleza y las leyes de la herencia. La transmisión del patrimonio hereditario —dice aquélla— se efectúa según leyes estrictas, de las que algunas son bien conocidas, en tanto que otras exigen un examen más profundo. Las leyes mendelianas, establecidas primeramente por Agustín Gregorio Mendel, que ha merecido no poco de vuestra ciencia y a quien se ha dedicado un instituto científico en la ciudad de Roma, son esquemas de la transmisión y de la distribución a los descendientes de elementos portadores de la herencia, es decir, de genes. Es un grupo de genes que se encuentra en el núcleo de las células sexuales, el que constituye el soporte material de los caracteres. La genética afirma que la herencia comprende el conjunto de genes de todos los cromosomas de células sexuales; ella indica las múltiples combinaciones que produce el encuentro de los genes transmitidos; ella habla de homocigotos y de heterocigotos; llama la atención sobre el hecho de que en los heterocigotos, es decir, en el encuentro de los genes portadores de variedades de los mismos caracteres, se da el caso de que ciertos genes tengan, por decirlo así, y debajo de ellos, los genes "recesivos", que son suplantados por los otros, los llamados "dominantes". Sin embargo, se conservan integralmente en la herencia y son transmitidos con ella también a las generaciones siguientes, que, en ausencia de genes dominantes, pueden reaparecer en todo su viejo frescor.
Vuestras obras subrayan una característica de la transmisión hereditaria: los genes se muestran casi inatacables y de una rígida inmutabilidad. Así se ha probado millares de veces que, por ejemplo, aptitudes adquiridas o mutilaciones no los modifican y no pasan a la posteridad. La literatura sobre el tema designa esta opinión bajo el nombre de "genética clásica". Sin embargo, recientemente los genetistas rusos la han combatido y han negado la estabilidad de los factores hereditarios.
En cambio, todos reconocen sin discusión la capacidad de adaptación y de reacción de los factores hereditarios ante circunstancias exteriores, en particular de diferentes climas. Así, una sola y misma planta, con el mismo patrimonio, podría adquirir, según los climas, un aspecto de tal manera diferente, que el profano la catalogaría como una planta de otra especie. La genética dice aquí: el patrimonio no contiene fundamentalmente ninguna forma exterior, sino solamente la capacidad de reaccionar frente a los diferentes climas por tal o cual forma exterior; el patrimonio no contendría, por tanto, más que una norma de reacción.
Tales modificaciones, explica la genética, no son raras en el proceso hereditario; no hay en él, sin embargo, ningún cambio en los elementos constitutivos del patrimonio. Los seres vivos reciben sus características individuales, el "fenotipo", del patrimonio y del mundo ambiente. El patrimonio, se afirma, es más o menos plástico en el sentido de que puede ser conformado por el mundo ambiente. Cada ser vivo, en su edad definitiva, es el resultado de la colaboración del patrimonio y del medio. Ni el medio ni el patrimonio lo son todo.
No obstante, se dan también, según la genética, cambios en el patrimonio mismo que se llaman "mutaciones". Estas se producen de una manera esencialmente diferente de las modificaciones. Los genes, estas moléculas gigantes tan complicadas, pueden sufrir un cambio de estructura por la intervención de diversos agentes naturales. Así, por ejemplo, bajo la acción de los rayos cósmicos, la molécula-gene modificada en su estructura hace aparecer en los organismos en crecimiento caracteres diferentes. Los caracteres del ser vivo, y son millares, pueden modificarse casi totalmente. Se puede así provocar artificialmente las mutaciones, por ejemplo, por ciertas irradiaciones de células reproductoras, sin que se pueda, a veces, determinar de antemano el resultado de tales intervenciones. Por medio de las mutaciones, la naturaleza y el hombre pueden producir "selectos". El ser adaptado y preparado para la vida se afirma ante otros menos suficientemente equipados. A menudo sucederá que estos últimos degeneren, perezcan y desaparezcan.
El hecho y la teoría de las modificaciones y de las mutaciones muestran, por tanto, que la inviolabilidad del patrimonio, del que se ha hablado al principio, sufre a veces cierta alteración.
Esto que la biología y la genética en particular enseñan sobre las células germinales, los factores de la herencia, las modificaciones, las mutaciones y la selección, rebasa a los individuos y a las diversas especies y se remonta a la cuestión del origen y de la evolución de la vida en general, incluso en el conjunto de todos los vivientes. Y se presenta la cuestión: ¿Este fenómeno está constituido por el hecho de que todos los vivientes provienen de un ser único y su germen inagotable por vía de descendencia y de evolución según la manera y bajo las influencias que se han indicado? La cuestión de los grandes conjuntos explica por qué las obras de ciertos genetistas asocian la teoría de la herencia a las de la evolución y descendencia. La una invade las otras.
En las obras recientes de genética se lee que nada explica mejor la conexión de todos los seres vivos que la imagen de un árbol genealógico común. Pero al mismo tiempo se hace notar que no se trata más que de una imagen, de una hipótesis, y no de un hecho demostrado. Se cree también deber añadir que si la mayor parte de los investigadores presentan la doctrina de la descendencia como un "hecho", ello constituye un juicio prematuro. Se podrían muy bien formular igualmente otras hipótesis. Por otra parte, se dice que reputados sabios las hacen sin negar por ello que la vida ha evolucionado y que ciertos descubrimientos pueden ser interpretados como preformaciones del cuerpo humano. Pero —continúan— estos investigadores han subrayado de la manera más clara que a su entender no se sabe absolutamente, todavía lo que significa real y exactamente las expresiones "evolución", "descendencia", "tránsito"; que, por lo demás, no se conoce ningún proceso natural por el que un ser produzca otro de naturaleza diferente; que el procedimiento por el que una especie engendra otra distinta permanece perfectamente impenetrable, a pesar de los numerosos estadios intermedios; que no se ha llegado todavía experimentalmente a derivar una especie de otra distinta; y, finalmente, que nosotros no sabríamos absolutamente a qué término de la evolución "la hombreidad" ha pasado de golpe el umbral de la humanidad. Se señalan todavía dos singulares descubrimientos a propósito de los cuales la controversia no se ha calmado hasta el presente; no se trataría aquí de un avance regresivo de la evolución del material descubierto, sino de la datación o fijación de fecha de la capa geológica. La conclusión última que se deduce es ésta: a medida que el futuro demuestre la exactitud de una u otra interpretación, la imagen usual de la evolución de la humanidad encontrará en ella una confirmación o será forzoso establecer o admitir una imagen totalmente nueva. Se cree haya que decir que las investigaciones sobre el origen del hombre están todavía en sus comienzas; que la representación que de él tenemos actualmente no podría considerarse definitiva. He aquí lo que se dice de las relaciones entre la teoría de la herencia y la de la evolución.
La literatura de la genética muestra que todo esto no tiene solamente un interés teórico, es decir, que sea un enriquecimiento de nuestros conocimientos sobre la naturaleza y su actividad, sino que posee al mismo tiempo un alto valor práctico: en primer lugar, en el dominio de los seres privados de razón, la genética permite una utilización mejor, en provecho del hombre, del reino vegetal y animal.
Pero también para el hombre las leyes de la herencia están cargadas de significación. La célula inicial del nuevo hombre es ya, desde el primer momento y en el estado inicial de su existencia, una arquitectura admirable y una especificación de estructuras increíblemente rica. Está llena de dinamismo teleológico gobernada por los genes, y estos genes son el fundamento tanto de bienestar como de malestar, de recursos vitales o de languidez, de fuerza o de debilidad. Esta consideración explica el que las investigaciones sobre la herencia encuentren siempre más interés y puntos de aplicación. Se pretende obtener lo bueno y valioso, de afirmarlo, de promoverlo y de perfeccionarlo. Es necesario prevenir el deterioro de los factores hereditarios; es necesario, en cuanto sea posible, paliar las deficiencias ya manifestadas y tomar medidas para que los factores hereditarios de menor valor se abismen todavía más por la fusión con los de un homocigoto pareado. Es preciso velar para que los caracteres positivos de pleno valor se unan con un patrimonio hereditario semejante.
Tales son las tareas que se propone la genética y la eugenesia. De ahí su especialización extraordinaria hasta la genética de los grupos sanguíneos, el estudio y la genética de los gemelos.
He aquí lo que Nos queríamos pedir a vuestra especialidad sin querer expresar Nuestra opinión. La apreciación de las cuestiones puramente específicas corresponde a la competencia de vuestra ciencia. Nuestra exposición tenía por fin fijar una base común sobre la cual Nos quisiéramos desarrollar las consideraciones de principio que quisiéramos añadir ahora.
II
Las exigencias fundamentales del conocimiento científico son la verdad y la veracidad.
La verdad debe entenderse como la concordancia del juicio del hombre con la realidad del ser y de la acción de las cosas mismas, por oposición con la representación y las ideas que el espíritu introduce allí. Reinaba y reina todavía hoy una concepción, según la cual el mensaje que la realidad objetiva misma ofrece penetra en el espíritu como a través de una lente y, en su camino, se modifica cualitativa y cuantitativamente. Se habla en este caso de pensamientos dinámicos que imprimen su forma al objeto, por oposición al pensamiento estático que simplemente lo refleja, a menos que, por principio, no se pretenda que el primero es el solo tipo posible de conocimiento humano. La verdad sería entonces ni más ni menos que la concordancia del pensamiento personal con la opinión pública o científica del momento.
El pensamiento de todos los tiempos, basado sobre la sana razón, y el pensamiento cristiano en particular son conscientes de que se ha de mantener el principio esencial: la verdad es la concordancia del juicio con el ser de las cosas determinado en sí mismo, sin deber negar por ello lo que en la concepción de la verdad citada más arriba, errónea en su conjunto, es en parte justificable. Nos tocamos ya esta cuestión en Nuestra Encíclica Humani generis del 12 de agosto de 1950, e insistimos allí sobre un punto que creemos deber repetir ahora: la necesidad de mantener intactas las grandes leyes ontológicas, porque sin ellas se hace imposible comprender la realidad; Nos pensamos, sobre todo, en los principios de contradicción, de razón suficiente, de causalidad y de finalidad.
Vuestros escritos nos permiten suponer que estáis de acuerdo con Nuestra concepción de la verdad. Vosotros queréis en vuestras investigaciones alcanzar la verdad y basaros en ella para extraer conclusiones y fundamentar vuestros sistemas. Vosotros afirmáis la existencia de genes como un hecho y no como una simple hipótesis. Vosotros admitís, por tanto, que existen hechos objetivos y que la ciencia tiene la posibilidad y la intención de comprender estos hechos, no de elaborar fantasmas puramente subjetivos.
La distinción entre los hechos ciertos y su interpretación o su sistematización es tan fundamental para el investigador como la definición de la verdad. El hecho es siempre verdadero, porque no puede existir en él error ontológico. Pero con esto no se acaba el camino para su elaboración científica. En ésta se presenta el peligro de formular conclusiones prematuras y cometer errores de juicio.
Todo ello impone el respeto a los hechos y al conjunto de hechos, la prudencia en la enunciación de proposiciones científicas, la sobriedad del juicio científico, la modestia tan apreciada por el sabio y que inspira la conciencia de los límites del saber humano; ello favorece la apertura del espíritu y la docilidad del verdadero hombre de ciencia bien lejos de aferrarse a sus propias ideas cuando se presentan insuficientemente fundadas, y, finalmente, ello conduce a examinar sin miedo las opiniones de otro y a juzgarlas.
Cuando se posee esta disposición de ánimo, al respeto por la verdad se une de modo enteramente natural la veracidad; es decir, la concordancia entre las convicciones personales y las posiciones científicas, expresadas por la palabra y por la escritura.
La exigencia de verdad y de veracidad suscita todavía una observación a propósito del conocimiento científico: es raro que una sola ciencia se ocupe de un objeto determinado. Son a menudo muchas las que le tratan, cada una bajo un aspecto diferente. Si su encuesta es correcta, la contradicción entre sus resultados es imposible, porque ello supondría una contradicción en la realidad ontológica. Pero la realidad no puede contradecirse.
Si, a pesar de todo, surgen contradicciones, éstas no pueden resultar más que de una observación defectuosa o de la interpretación errónea de una observación exacta o también del hecho de que el observador, sobrepasando los límites de su especialidad, se ha adentrado en un terreno que no conocía. Nos pensamos que esta indicación se impone también con evidencia a todas las ciencias.
Si bien la teoría de la herencia, apoyada sobre el conocimiento de la estructura del núcleo celular y recientemente también en la estructura del citoplasma —y de las leyes inmanentes de la transmisión hereditaria— puede decir por qué un hombre presenta determinados caracteres, aquélla no está todavía en condiciones de explicar "toda" la vida de ese hombre.
Aquélla tiene necesidad de ser complementada por otras ciencias desde el punto y hora en que se plantea la cuestión de la existencia y del origen del principio espiritual de la vida, el alma humana, esencialmente independiente de la materia. Las conclusiones de la genética sobre la célula inicial y del desarrollo del cuerpo humano por división celular normal bajo la dirección de los genes, lo que esta ciencia afirma sobre las modificaciones, las mutaciones, la colaboración del patrimonio y del medio, no basta para explicar la unidad de la naturaleza del hombre, su conocimiento intelectual y su libre determinación. La genética como tal no puede decir nada sobre el hecho de que un alma espiritual se una, en unidad de naturaleza humana, a un substrato orgánico que goza de una autonomía relativa. La psicología y la metafísica u ontología deben intervenir aquí no para oponerse a la genética, sino para completar substancialmente sus datos. Por el contrario, la filosofía no puede desconocer la genética cuando, en el análisis de las actividades psíquicas, entiende que ha de permanecer en contacto con la realidad. No se puede intentar deducir todo el psiquismo —por muy condicionado que esté por el cuerpo— del «anima rationalis» como «forma corporis», y afirmar que la «materia prima» amorfa recibe todas sus determinaciones del alma espiritual creada inmediatamente por Dios y nada de los genes contenidos en el núcleo celular.
La multiplicidad y la diversidad de fuentes del conocimiento llaman todavía la atención sobre un hecho de importancia decisiva: la distinción entre el saber adquirido por el estudio personal y el que se debe a la labor de otro; por tanto, a su testimonio. Cuando se está seguro de que este testimonio es digno de fe, constituye una fuente normal de conocimiento, que ni en la vida práctica ni en la ciencia puede pasarse por alto. Abstracción hecha de la necesidad imperiosa de recurrir de vez en cuando al testimonio de otro, la actitud del ánimo indicada más arriba en el verdadero sabio le lleva a constatar que, sobre su campo, el especialista experimentado adquiere siempre con la verdad objetiva una familiaridad más estrecha que cualquier otro profano.
Nos no podemos dejar de aplicar al testimonio de Dios lo que acabamos de decir sobre el testimonio humano. La Revelación, y por tanto, el testimonio formal y explícito del Creador, llega también a ciertos dominios de las ciencias naturales y a ciertas tesis de vuestra especialidad, como la teoría de la descendencia. Ahora bien, el Creador satisface en sumo grado la exigencia de verdad y de veracidad. Juzgad, pues, vosotros mismos si está conforme con la objetividad científica el declinar este testimonio, siendo así que su realidad y su contenido ofrecen todas las garantías.
En lo que concierne a la teoría de la descendencia, la cuestión esencial es aquí la del «origen del organismo físico del hombre» (no de su alma espiritual). Si vuestras ciencias se ocupan con diligencia de este problema, la teología, ciencia que tiene por objeto la Revelación, le ha dedicado también una atención muy viva. Nos mismo, por dos veces, en 1941, en una alocución a nuestra Academia de Ciencias[1], y en 1950, en la Encíclica citada más arriba[2], hemos invitado a proseguir las investigaciones con la esperanza de registrar quizás un día resultados seguros, porque, hasta el presente, nada definitivo se ha obtenido. Nos hemos exhortado a tratar estas cuestiones con la prudencia y la madurez de juicio que exige su gran importancia. Hemos sacado de obras de vuestra especialidad una cita, donde, después de habernos enfrentado con todos los descubrimientos actuales y la opinión de los especialistas al propósito, se invitaba a la misma sobriedad y donde se reservaba un juicio definitivo.
Si vosotros reflexionáis sobre lo que dijimos acerca de la investigación y del conocimiento científico, habréis de entender, que ni del lado de la razón ni del lado del pensamiento orientado en el sentido cristiano se ponen barreras a la investigación, al conocimiento, a la afirmación de la verdad. Existen las barreras, pero éstas no sirven para aprisionar la verdad. Tienen por finalidad el evitar que hipótesis no probadas sean tomadas como hechos establecidos, que se olvida la necesidad de completar una fuente de conocimiento por otra, que se interprete erróneamente la escala de los valores y el grado de certeza de una fuente de conocimiento. Para evitar estas causas de error existen barreras; pero no las hay para la verdad.
La genética no posee solamente una importancia teórica, es también eminentemente práctica. Se propone contribuir al bien de los individuos y al de la comunidad, al bien común. Quiere dedicarse a esta tarea principalmente sobre dos campos: el de la fisiología genética y el de la patología genética.
Es un hecho de experiencia que las disposiciones naturales, buenas o defectuosas, influyen muy fuertemente sobre la educación del hombre y su conducta futura. Sin duda el cuerpo, con sus aptitudes y sus órganos, no es más que el instrumento, mientras que el alma es el artista que se sirve de este instrumento; sin duda, la habilidad del artista puede compensar a menudo el defecto del instrumento, pero se maneja mejor y más fácilmente un instrumento perfecto; y cuando su calidad desciende por debajo de un límite determinado se hace imposible absolutamente el utilizarlo, prescindiendo del hecho de que, por encima de toda comparación, el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, constituyen en el hombre una unidad sustancial.
Sin embargo, para continuar la aludida comparación, la genética enseña a comprender mejor el instrumento en su estructura y sus variaciones y a ponerlo en condiciones de jugar mejor papel. Observando la línea de un hombre, se puede, a condición de permanecer dentro de ciertos límites, establecer el diagnóstico de disposiciones que él ha recibido en su patrimonio y el pronóstico de los caracteres hereditarios, que se manifestarán como buenos, y, lo que es aún más importante, de aquellos también que arrastran una tara.
Por limitada que pueda ser la influencia directa sobre el patrimonio hereditario, la genética práctica no está reducida del todo al papel de espectador pasivo. La vida cotidiana muestra, desde luego, los efectos extremadamente perjudiciales de ciertas formas de obrar de los padres en la transmisión natural de la vida. Tales procedimientos, con las intoxicaciones y las infecciones que provocan, deben prohibirse en la medida de lo posible, y la genética busca e indica los medios de conseguir este fin. Sus conclusiones llegan en particular a las combinaciones de patrimonios de diversas líneas; señala las que es preciso favorecer, aquellas que se pueden tolerar y las que se deben desaconsejar desde el punto de vista de la genética y de la eugenesia.
La tendencia fundamental de la genética y de la eugenesia es influir en la transmisión de factores hereditarios para promover aquello que es bueno y eliminar lo nocivo; esta tendencia fundamental es irreprochable desde el punto de vista moral. Pero ciertos métodos para alcanzar el fin perseguido y ciertas medidas de protección, son moralmente discutibles, al igual que una estimación excesiva por los fines de la genética y de la eugenesia. Permitidnos citar las declaraciones de uno de los más importantes genetistas actuales; en una carta que acaba de dirigirnos, lamenta que, a pesar de sus enormes progresos, la genética, «desde el punto de vista técnico y analítico, se haya sumergido en múltiples errores doctrinales, tales como el racismo, el mutacionismo aplicado a la filogénesis, para explicar en términos modernos el evolucionismo darwiniano, el control de los nacimientos de todos los tarados o presuntos tarados por medios preventivos o prácticas abortivas, la obligación del certificado prenupcial, etc.».
En efecto, existen ciertas medidas de defensa genéticas y eugenésicas que el buen sentido moral, y la moral cristiana sobre todo, deben rechazar en los principios como en la práctica.
Entre el número de medidas que lesionan la moralidad se cuenta el «racismo», ya aludido, la esterilización eugenésica. Nuestro predecesor Pío XI y Nos mismo nos hemos visto obligados a declarar contraria a la ley natural no solamente la esterilización eugenésica, sino toda esterilización directa de un inocente, definitiva o temporal, del hombre o de la mujer. Nuestra oposición a la esterilización era y permanece firme, porque a pesar del fin del "racismo" no se ha cesado de desear y de intentar suprimir por medio de la esterilización una descendencia cargada de enfermedades hereditarias.
Otro camino conduce al mismo fin: la prohibición del matrimonio o su imposibilidad física por la internación de aquellos cuya herencia está tarada, son igualmente rechazables. El objetivo perseguido es bueno en sí, pero el medio de conseguirlo lesiona el derecho personal a contraer y a usar del matrimonio. Cuando el portador de una tara hereditaria no es apto para conducirse humanamente ni, por consiguiente, para contraer matrimonio, o cuando más tarde se ha hecho incapaz de reivindicar por un acto libre el derecho adquirido por un matrimonio válido, se le puede impedir de una manera lícita el procrear un nuevo ser. Fuera de estos casos, la prohibición del matrimonio y de las relaciones matrimoniales por motivos biológicos, genéticos y eugenésicos es una injusticia, cualquiera que sea aquel que imponga tal prohibición; es decir, ya sea un particular o los poderes públicos.
Existe ciertamente el derecho y, en la mayor parte de los casos, el deber de advertir a aquellos que son realmente portadores de una herencia muy tarada, de la carga que pueden hacer gravitar sobre sí mismos, sobre su cónyuge y sobre su descendencia; esta carga puede llegar a ser intolerable. Pero desaconsejar no es prohibir. Pueden existir otros motivos, sobre todo morales y de orden personal, de tal clase, que autoricen a contraer y a usar del matrimonio incluso en las indicadas circunstancias.
Para justificar la esterilización eugenésica directa o la alternativa de la internación se pretende que el derecho al matrimonio y a los actos que el mismo implica no se viola por la esterilización, incluso prenupcial, total y ciertamente definitiva. Este intento de justificación está condenado al fracaso. Si para un espíritu sensato el hecho en cuestión es dudoso, la incapacidad para el matrimonio es igualmente dudosa, y es entonces el momento de aplicar el principio de que el derecho de casarse persiste mientras lo contrario no se pruebe con certeza. Así, pues, en este caso, el matrimonio debe ser permitido; pero la cuestión de su validez objetiva queda abierta. Si, por el contrario, no subsiste ninguna duda sobre el hecho mencionado de la esterilización, es prematuro afirmar que el derecho al matrimonio no queda, a pesar de ello, puesto en cuestión, y en todo caso, esta aserción permite las más fundadas dudas.
Réstanos hablar de otras tentativas erróneas para evitar las taras hereditarias y que el texto citado llama «medios preventivos y prácticas abortivas». Estas no han de entrar en el problema de las indicaciones eugenésicas, porque son en sí mismas rechazables.
He aquí, señores, lo que queríamos decir.
Los principios prácticos que persigue la genética son nobles, dignos de ser reconocidos y alentados. Para la apreciación de los medios destinados a obtener estos fines es imprescindible el conocimiento, siempre consciente, de la diferencia fundamental entre el mundo vegetal, y el animal, de una parte, y el hombre, de otra. En aquél, los medios de mejorar las especies y las razas están a su entera disposición. En éste, por el contrario, en el mundo del hombre, nos hallamos siempre ante seres personales, ante hechos intangibles, ante individuos que, por su parte, están obligados por normas morales inflexibles cuando ejercen su aptitud para procrear. Así, el Creador mismo ha establecido en el terreno moral barreras que ningún poder humano puede sobrepasar.
Ojalá pueda vuestra ciencia encontrar en la moralidad pública y en el orden social un apoyo firme cuando se trata del matrimonio de hombres sanos y normales y de la vida matrimonial para poder en general desarrollarse fácil y libremente de acuerdo con las leyes que el Creador mismo ha escrito en el corazón del hombre y que Él ha confirmado por su Revelación. Sin duda encontraréis en ella los más preciosos socorros para vuestros esfuerzos, en pro de los cuales y sobre los cuales Nos deseamos e invocamos las más abundantes bendiciones de Dios.
* AAS 45 (1953) 596-607.
[1] 30 de noviembre, AAS 33 (1941) 506.
[2] AAS 42 (1950) 575 s.
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