JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de abril de 1979
Fundación de Roma
1. ¡Mucho nos dice esta palabra que, hace algunos días, se ha recordado en la ciudad y en el mundo! Mucho dice también a cada uno de los hombres. Porque el hombre es un “ser histórico”. Esto no significa sólo que está sometido al tiempo, como todos los demás seres vivientes de este mundo nuestro. El hombre es un ser histórico, porque es capaz de dar al tiempo, a lo transitorio, al pasado, un contenido particular de la propia existencia, una dimensión particular de la propia “temporalidad”. Todo esto ocurre en los diversos sectores de la vida humana. Cada uno de nosotros, desde el día del nacimiento, tiene una historia propia. Al mismo tiempo, cada uno de nosotros, a través de la historia, forma parte de la comunidad. La pertenencia de cada uno de nosotros, como “ser social”, a un cierto grupo y a una sociedad determinada, se realiza siempre mediante la historia. Se realiza en una cierta escala histórica.
De este modo tienen su historia las familias. Y tienen su historia también las naciones. Una de las tareas de la familia es recoger la historia y la cultura de la nación y, al mismo tiempo, prolongar esta historia en el proceso educativo.
Cuando hablamos de fundación de Roma, encontramos una realidad todavía más amplia. Ciertamente, las personas para quienes la Roma de hoy constituye su ciudad, su capital, tienen un derecho y un deber particular de referirse a este acontecimiento, a esta fecha. No obstante, todos los romanos de nuestro tiempo saben perfectamente que el carácter excepcional de esta ciudad, de esta capital, consiste en el hecho de que no pueden reducir Roma sólo a su propia historia. Aquí es necesario remontarse a un pasado mucho más lejano en el tiempo y evocar no sólo los siglos del antiguo Imperio, sino tiempos aún más remotos, hasta llegar a esa fecha que nos recuerda la “Fundación de Roma”.
Un patrimonio inmenso de historia, varias épocas de cultura humana y de civilización, diversas transformaciones socio-políticas, nos separan de esa fecha y, al mismo tiempo, nos unen a ella. Aún diría más: esta fecha, la fundación de Roma, no marca únicamente el comienzo de una sucesión de generaciones humanas que han habitado en esta ciudad, y a la vez en esta península; la fundación de Roma constituye también un comienzo para pueblos y naciones lejanas, que sienten un vínculo y una particular unidad con la tradición cultural latina, en sus contenidos más profundos.
También yo, aunque venido aquí de la lejana Polonia, me siento ligado por mi genealogía espiritual a la fundación de Roma, así como toda la nación de la que provengo, y otras muchas naciones de la Europa contemporánea, y no sólo de ella.
2. La fundación de Roma tiene una elocuencia totalmente particular para quienes creemos que la historia del hombre sobre la tierra —la historia de toda la humanidad— ha alcanzado una dimensión nueva a través del misterio de la Encarnación. Dios ha entrado en la historia del hombre haciéndose Hombre. Esta es la verdad central de la fe cristiana, el contenido fundamental del Evangelio y de la misión de la Iglesia. Entrando en la historia del hombre, haciéndose Hombre, Dios ha hecho de esta historia, en toda su extensión la historia de la salvación. Lo que se realizó en Nazaret, en Belén, en Jerusalén, es historia y, a la vez, fermento de la historia. Y aunque la historia de los hombres y de los pueblos se haya desarrollado y continúe desarrollándose por caminos propios, aunque la historia de Roma —entonces en la cumbre de su antiguo esplendor— haya pasado casi inadvertidamente junto al nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, sin embargo estos acontecimientos salvíficos se han convertido en levadura nueva para la historia del hombre. Se han convertido en levadura nueva particularmente para la historia de Roma. Se puede decir que en el tiempo en que Jesús nació, en el tiempo en que murió en la cruz y resucitó, la antigua Roma, entonces capital del mundo, conoció un nacimiento nuevo. No por casualidad la encontramos ya inserta tan profundamente en el Nuevo Testamento. San Lucas, que plantea su Evangelio como el camino de Jesús hacia Jerusalén donde se cumple el misterio pascual, pone, en los Hechos de los Apóstoles, como punto de llegada de los viajes apostólicos, Roma, donde se manifestará el misterio de la Iglesia.
El resto nos es bien conocido. Los Apóstoles del Evangelio, y entre ellos el primero Pedro de Galilea, después Pablo de Tarso, vinieron a Roma y también implantaron aquí la Iglesia. Así en la capital del mundo antiguo, comenzó su existencia la Sede de los Sucesores de Pedro, de los Obispos de Roma. San Pablo escribió su Carta magistral a los romanos, incluso antes de venir aquí; a ellos dirigió su testamento espiritual el obispo de Antioquía, Ignacio, en vísperas del martirio. Lo que era cristiano ha hundido sus raíces en lo que era romano, y al mismo tiempo, después de haber arraigado en el humus romano, comenzó a germinar con nueva fuerza. Con el cristianismo lo que era “romano” comenzó a vivir una vida nueva, pero sin dejar de ser auténticamente “indígena”.
Justamente escribe D’Arcy: “Hay en la historia una presencia, que hace de ella algo más que una simple 'sucesión de acontecimientos'. Como en un palimpsesto, lo nuevo se sobrepone a cuanto ya está escrito de manera imborrable y prolonga indefinidamente su significado” (M. C. D'Arcy, s.j., The Sense of History Secular and Sacred, London 1959, 275). Roma debe al cristianismo una nueva universalidad de su historia, de su cultura, de su patrimonio. Esta universalidad cristiana (“católica”) de Roma dura hasta hoy. No sólo tiene detrás de sí dos mil años de historia, sino que continúa desarrollándose incesantemente: llega a pueblos nuevos, a tierras nuevas. Y, por tanto, la gente de todas las partes del mundo afluye muy gustosamente a Roma, para encontrarse, como en su propia casa, en este centro siempre vivo de universalidad.
3. Nunca olvidaré los años, los meses, los días en que estuve aquí por vez primera. Lugar predilecto para mí, al que iba quizá con más frecuencia, era el antiquísimo Foro Romano, todavía hoy tan bien conservado. Era muy elocuente para mí, al lado de este Foro, el templo de Santa María Antigua, que se levanta exactamente sobre un antiguo edificio romano.
El cristianismo entró en la historia de Roma no con violencia, no con la fuerza militar, ni por conquista o invasión, sino con la fuerza del testimonio, pagado al caro precio de la sangre de los mártires, a lo largo de más de tres siglos de historia. Entró con la fuerza de la levadura evangélica que, revelando al hombre su vocación última y su dignidad suprema en Jesucristo (cf. Lumen gentium, 40; Gaudium et spes, 22), comenzó a actuar en lo más profundo del espíritu, para penetrar después en las instituciones humanas y en toda la cultura. ¡Por eso, este segundo nacimiento de Roma es tan auténtico y tiene en sí tanta carga de verdad interior y tanta fuerza de irradiación espiritual!
Aceptad vosotros, viejos romanos, este testimonio de un hombre que ha venido a Roma para convertirse, por voluntad de Cristo, en vuestro Obispo, al fin del segundo milenio.
Aceptad este testimonio e insertadlo en vuestro patrimonio magnífico, del que todos nosotros participamos. El hombre crece en la historia. Es hijo de la historia, para convertirse después en artífice responsable de la misma. Por eso, el patrimonio de esta historia lo compromete profundamente. ¡Es un gran bien para la vida del hombre, que se debe recordar no sólo en las festividades, sino todos los días! Pueda este bien encontrar siempre un puesto adecuado en nuestra conciencia y en nuestro comportamiento. Y procuremos ser dignos de la historia, de la que aquí dan testimonio los templos, las basílicas y más todavía el Coliseo y las catacumbas de la antigua Roma.
En esta fiesta de la fundación de Roma, os dirige este felicitación, queridos romanos, vuestro Obispo a quien, hace seis meses, habéis acogido con tanta apertura de espíritu, como Sucesor de San Pedro y testigo de esa misión universal que la Providencia divina ha inscrito en el libro de la historia de la Ciudad Eterna.
Saludos
(Saludo del Papa a los monaguillos)
Un saludo paterno y afectuoso deseo dedicar a ocho mil acólitos procedentes de todas las regiones de Italia.
Gracias, gracias, queridísimos. por vuestra presencia; pero sobre todo por el servicio que prestáis con tanto afán al altar del Señor en vuestras parroquias. La Iglesia, el Papa, vuestros sacerdotes, los fieles, aprecian y admiran vuestra tarea que contribuye a acrecentar la dignidad de las ceremonias litúrgicas.
En cuanto a vosotros, haced que toda vuestra vida sea un servicio ejemplar al Señor a través de la oración asidua, la caridad activa con los demás y la pureza resplandeciente. Y si Jesús deja oír en el corazón de algunos de vosotros las palabras qua dirigió a los apóstoles y discípulos: «Ven y sígueme» (cf. Mt 4, 19; 9, 9: 19. 21; Mc 1, 17; 2, 14; Lc 5, 10; 5, 27). sed generosos y disponeos a acoger la invitación que os llama a subir al altar, el día de mañana, como sacerdotes y ministros de Cristo.
Sobre todos vosotros y vuestros seres queridos pido abundancia de favores celestiales, y de corazón os doy mi bendición apostólica.
(A un grupo de sacerdotes italianos dedicados a la pastoral del trabajo)
Un saludo cordial va ahora al nutrido grupo de sacerdotes delegados diocesanos de la pastoral del trabajo, que clausuran hoy su asamblea anual organizada por la Oficina Nacional de Pastoral del Mundo del Trabajo, de la Conferencia Episcopal Italiana.
Queridos sacerdotes: Me ha complacido mucho el programa tan interesante que habéis desarrollado estos días en pro de una más eficaz "Pastoral del Trabajo en las Iglesias de Italia".
Como bien sabéis, la Iglesia sigue con suma atención y con ansia la cuestión social referente a los trabajadores, cuestión vasta, varia y a veces dramática. No pudiendo "permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco permanecer indiferente a lo que le amenaza", la Iglesia trata siempre de salvaguardar el sentido cristiano del trabajo y, al mismo tiempo, la dignidad inviolable del trabajador, tanto más sagrada cuanto más se reconoce al hombre el primer puesto que ocupa en la escala de valores. Porque, en efecto, el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Este debe tender a estar al servicio del hombre y no a sojuzgarlo; si así no fuera, el hombre volvería a ser esclavo y su estatura se mediría —por desgracia—según el criterio del materialismo sofocante.
Es necesario volver a estudiar la figura y situación del trabajador para conseguir que le sea permitido ser más hombre y volver a conquistar su auténtica grandeza de colaborador en la obra creadora de Dios, cuando imprime en la materia la señal de su ingenio operante.
Os corresponde a vosotros, queridos sacerdotes, afanaros de todos los modos posibles para que este. deseo se haga realidad, para que se acorte el espacio entre la Iglesia y la fábrica, y el humo del incienso al subir al cielo se funda con el de las industrias. En vuestra actividad pastoral ocuparos sobre todo de los que aún sufren por la dureza e insalubridad de su trabajo, por la inseguridad del empleo, y por la insuficiencia de sus casas y sueldos. Pero preocuparon también y ante todo de que los trabajadores sepan descubrir y secundar la tendencia hacia los valores más altos del espíritu: la fe, la esperanza y la justicia. En una palabra, sabed proyectar la luz del Evangelio en el difícil pero atrayente mundo del trabajo.
Por vosotros, sacerdotes, y por cuantos os ayudan en esta obra de solidaridad humana y cristiana, elevo al Padre celestial mi oración pidiéndole, por intercesión de la Santísima Virgen, Madre del Divino Trabajador, una especial bendición apostólica.
(En inglés)
Queridos hermanos y hermanas:
Sed bienvenidos todos a Roma. Saludo en particular a los seminaristas americanos que mañana serán ordenados de diáconos, y pido a Dios que bendiga abundantemente a ellos y a su ministerio futuro. mi saludo va también a todos y a cada uno, sea cual fuere el continente de donde proceda.
(A diversos grupos de peregrinos italianos)
Hoy los peregrinos italianos son realmente muchos. Este día festivo en Italia les ha hecho posible acudir en número especialmente elevado a esta cita con el Papa, para tributarle el testimonio de su devoción y entusiasmo. Os agradezco sinceramente, hijos carísimos, esta nueva prueba de afecto, y aprovecho la ocasión muy gustosamente para renovaros a vosotros y a todos los habitantes de esta tierra gloriosa, la expresión de mi amor paterno y el deseo de una convivencia en concordia constructiva que consolide e impulse las conquistas civiles y sociales germinadas en el sufrimiento y sacrificio de tantos compatriotas.
A todos doy la bienvenida más cordial. Es lástima que no me sea posible decir una palabra a cada grupo. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar explícitamente ante todo a la peregrinación diocesana de Penne y Pescara, presidida por su propio Pastor. Os saludo con todo el corazón, hermanos queridísimos, os doy las gracias por la visita, y con sumo gusto bendigo la primera piedra que habéis traído y que está destinada a la construcción de un hospital en Uagadugú, Alto Volta, en recuerdo del XIX Congreso Eucarístico celebrado en Pescara en 1977.
Deseo saludar también a los participantes en la peregrinación de Faenza, presidida igualmente por su obispo. Queridísimos: Os animo de todo corazón a la devoción a la Virgen de las Gracias, protectora de vuestra ciudad. Como sabéis, es la misma imagen que tanto se venera en Cracovia y en la iglesia de los polacos de Roma. Os ayude siempre la Virgen Santísima con su protección de Madre, y os acompañe asimismo mi bendición.
Dedico después un recuerdo a las peregrinaciones de Prato, Volterra y Comacchio, aquí presentes con sus obispos. Para todos el aprecio agradecido de su visita. mi exhortación a revigorizar la fe junto a la tumba del Apóstol Pedro, y mi bendición prenda de bondad y auspicio de abundantes dones celestiales.
* * *
El miércoles 25 de abril. no todos los peregrinos que habían anunciado su presencia en la audiencia general pudieron llegar a tiempo. Así ocurrió con 200 chiquillos de la archidiócesis de Bari, que se están preparando para recibir la primera comunión. No pudiendo resignarse a volver a su tierra sin haber visto al Papa, se reunieron en la plaza de San Pedro hacia las 6 de la tarde, y comenzaron a llamarle y a reclamar su presencia. Juan Pablo II se asomó a la ventana desde donde habla a los peregrinos los domingos a la hora del "Ángelus", y les dijo:
¡Alabado sea Jesucristo! Habéis llegado con retraso, así que no habéis recibido la bendición. Sois los chicos y chicas de Bari que os preparáis para la primera comunión.
Pero aunque hayáis llegado tarde, tenéis que recibir la bendición y al menos alguna palabra del Papa. Esta palabra será expresaros mis mejores deseos para vuestro primer encuentro con Jesús Eucaristía al que os preparáis, la primera comunión. Con estos deseos y augurio doy ahora una bendición para vosotros, vuestros padres, vuestra familia, las religiosas que están aquí en la plaza y vuestros sacerdotes.
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