VIAJE APOSTÓLICO A ZARAGOZA,
SANTO DOMINGO Y PUERTO RICO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Explanada de la «Avenida de los Pirineos» (Zaragoza)
Miércoles 10 de octubre de 1984
“Id y enseñad a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado. Y mirad: yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos” (Mt 28, 19-20).
1. Estas palabras me parecen particularmente vivas y apropiadas para este encuentro que tengo con vosotros, queridos hermanos obispos, amados hermanos y hermanas de España.
El mandato misionero de Jesús en las riberas del Tiberíades, resuena hoy con fuerza a orillas del Ebro, donde desde hace tantos siglos alienta un eco de los afanes apostólicos de Santiago y de Pablo.
“Id y enseñad a todos los pueblos”. Son esas palabras del Maestro las que me empujan hoy hacia tierras de América, en un viaje que tiene mucho que ver con su mandato misionero.
En efecto, se aprestan ahora los pueblos e Iglesias de América a celebrar el V centenario de su primera evangelización, de su bautismo en la fe de Jesucristo. Una tarea ingente y secular que tuvo su origen aquí, en tierras ibéricas. Una siembra generosa y fecunda la de aquellos misioneros españoles y portugueses que sembraron a manos llenas la Palabra del Evangelio, en un esfuerzo que llega hasta hoy, y que constituye una de las páginas más bellas en toda la historia de la evangelización llevada a cabo por la Iglesia.
Cuando se trata de dar gracias a Dios por los frutos tan abundantes de aquella siembra, y de profundizar en los compromisos actuales y futuros de la evangelización en todo el continente, el Papa, que quiere ser “el primer misionero”, no podía estar ausente. Cuando hace casi dos años, en esta misma ciudad de Zaragoza tuve la alegría de postrarme a los pies de la Virgen del Pilar, y de evocar aquí, ante la Patrona de la Hispanidad, la proximidad del centenario del descubrimiento y evangelización de América, os dije que tal conmemoración era “una cita a la que la Iglesia no puede faltar” (Acto mariano nacional en honor de la Virgen del Pilar, 3; 6 de noviembre de 1982).
A la luz de esta promesa y del propósito misionero que anima mi nuevo viaje a Iberoamérica, bien podéis entender el sentido de la escala que he querido hacer en Zaragoza. En el umbral de un viaje eminentemente misionero, y en nombre de toda la Iglesia, he querido venir personalmente para agradecer a la Iglesia en España la ingente labor de evangelización que ha llevado a cabo en todo el mundo, y muy especialmente en el continente americano y Filipinas.
En muchos de mis viajes he podido constatar el fruto actual de esa labor. Quería por ello, en esta ocasión tan señalada, repetir aquí en Zaragoza lo que ya tuve la oportunidad de decir en Madrid, apenas iniciada mi visita apostólica: “¡Gracias, España; gracias, Iglesia de España por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo”! (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto Barajas de Madrid, 4; 31 de octubre de 1982). A la hora, pues, de iniciar los preparativos del V centenario de la evangelización de América, he querido hacer un alto en el Pilar de Zaragoza, para subrayar precisamente las dimensiones que este viaje lleva aparejadas.
2. Brilla aquí, en la tradición firme y antiquísima del Pilar, la dimensión apostólica de la Iglesia en todo su esplendor. El Papa es el que por designio y misericordia del Señor encarna y perpetúa de forma eminente esa tradición apostólica, que tiene en Roma una histórica e inquebrantable relación con la figura y el ministerio de Pedro. Pero el Papa quiere llevar a las Iglesias en América no sólo la firmeza de la fe que Pedro representa, sino también la audacia misionera de los otros apóstoles, que obedeciendo al mandato del Maestro, pusieron sus talentos y sus mismas vidas al servicio de la difusión del Evangelio en el Nuevo Mundo.
La fe que los misioneros españoles llevaron a Hispanoamérica, es una fe apostólica y eclesial, heredada —según venerable tradición que aquí junto al Pilar tiene su asiento secular— de la fe de los Apóstoles. Desde la misma fuente vigorosa y auténtica de la fe de los Apóstoles, quiere ahora el Papa llevar un nuevo impulso a las Iglesias en América y a vuestra propia Iglesia española.
3. Aquí, en Zaragoza, luce también esta tarde la dimensión misionera de la Iglesia y, bien en concreto, de la Iglesia en España.
Hace unos instantes he podido encontrar en el templo del Pilar a las familias de los sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares que sirven hoy al Evangelio en las Iglesias hermanas en América. Ha sido un encuentro breve, pero intenso. ¡No se ha extinguido en la Iglesia en España el aliento misionero! ¡No habéis dejado de cumplir el “id y enseñad a todos los pueblos”! Cerca de diez y ocho mil misioneros españoles perpetúan hoy en aquellas tierras, tan hermanas vuestras, la tradición misionera que yo deseo se acreciente, como una de las glorias más altas de esta Iglesia. ¡Que el Señor bendiga los pasos y las manos de los españoles que en todo el mundo, y especialmente en América, evangelizan y bautizan en su nombre!
¡Que el Señor premie la generosidad de las familias españolas que saben dar sus hijos a la tarea de “ir y enseñar” que nos legó el Maestro! ¡Que el Señor conceda y aumente a esta Iglesia el talante misionero que distinguió su pasado, que forma parte de su vida presente y que debe estimular y enriquecer su futuro!
4. Hay todavía una tercera dimensión, muy entrañable y muy especial, en esta mi escala en España y en Zaragoza: la dimensión mariana.
Mis últimas palabras cuando me despedí de vosotros en Compostela, después de diez días de convivencia de los que guardo gratísimo recuerdo, fueron éstas: “Hasta siempre, España; hasta siempre tierra de María” (Ceremonia de despedida en el aeropuerto de Santiago de Compostela, 4; 9 de noviembre de 1982). En su compañía y bajo su amparo os dejaba entonces y junto a ella, junto a este Pilar de Zaragoza que simboliza la firmeza de la fe de los españoles y de su gran amor a la Virgen María, os encuentro ahora de nuevo.
No es indiferente ni casual este encuentro. La fe mariana de los misioneros españoles cuajó bien pronto en aquellas latitudes en devociones y advocaciones que siguen siendo norte y estrella de los creyentes de aquellos países. Decir España, es decir María. Es decir el Pilar, Covadonga, Aránzazu, Montserrat, Ujué, el Camino, Valvanera, Guadalupe, la Almudena, los Desamparados, Lluch, la Fuensanta, las Angustias, los Reyes, el Rocío, la Candelaria, el Pino. Y decir Iberoamérica, es decir también María, gracias a los misioneros españoles y portugueses. Es decir Guadalupe, Altagracia, Luján, la Aparecida, Chiquinquirá, Coromoto, Copacabana, el Carmen, Suyapa y tantas otras advocaciones marianas no menos entrañables.
La Conferencia de Puebla, en su reflexión sobre la evangelización, dijo expresamente: “Ella tiene que ser cada vez más pedagoga del Evangelio en América Latina” (Puebla, 290). Sí, la pedagoga, la que nos lleve de la mano, la que nos enseñe a cumplir el mandato misionero de su Hijo y a guardar todo lo que El nos ha enseñado. El amor a la Virgen María, Madre y Modelo de la Iglesia, es garantía de la autenticidad y de la eficacia redentora de nuestra fe cristiana.
Vuestros hermanos de América, que quieren celebrar hondamente el V centenario de la llegada del Evangelio a aquellas inmensas tierras, se debaten en un largo y complejo esfuerzo de afirmación social, cultural y espiritual. Esa América tensa y esperanzada, joven y doliente, esquilmada y generosa, su futuro humano y religioso, yo quiero ponerlo esta tarde a los pies de la Virgen en son de súplica. ¡Que Ella, María, la Madre de la Iglesia, siga guiando y alumbrando la fe y el camino de los pueblos de América! ¡Que encuentren siempre en vosotros, católicos españoles, el consuelo de un testimonio ferviente y la ayuda de vuestra colaboración humilde y generosa!
Pero si nuestro encuentro y nuestra plegaria de hoy tienen una dimensión apostólica, misionera y mariana en función de mi viaje a Santo Domingo y Puerto Rico, no quisiera que consideraseis este alto en Zaragoza como una mera escala en el camino hacia América. Me urgía reconocer y agradecer ante toda la Iglesia vuestro pasado evangelizador. Era un acto de justicia cristiana e histórica. Pero me urge también estimular vuestra capacidad misionera de cara al futuro. “Recordad siempre —como os dije hace dos años— que el espíritu misionero de una determinada porción de la Iglesia es la medida exacta de su vitalidad y de su autenticidad” (Encuentro con los religiosos en Madrid, 8; 2 de noviembre de 1982. Es lo que esta tarde os repito con intensidad nueva.
5. Conozco vuestros esfuerzos, vuestras aspiraciones y dificultades. Mi visita de hace dos años me enseñó a conocer mejor vuestra tradición religiosa y a apreciar vuestros empeños presentes. Entonces pude decir con toda sinceridad a vuestros obispos: “A pesar de los claroscuros, de las sombras y altibajos del momento presente, tengo confianza y espero mucho de la Iglesia en España” (Discurso a la Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española, 8; Madrid, 31 de octubre de 1982).
Mantengo hoy, acrecentadas, la misma confianza y esperanza. Sé bien que vuestros Pastores han diseñado un amplio y exigente programa de “servicio a la fe del pueblo español” basado en la predicación que hace dos años desarrollé en tantos lugares de esta querida nación. Esa predicación no era sino el cumplimiento por mi parte como “primer misionero”, del mandato de Jesús: “Id y enseñad”. Pido al Señor que su recuerdo y meditación produzca los frutos deseados en el Pueblo de Dios.
El modo más natural de concluir este grato encuentro con vosotros es ratificar ahora mi predicación de aquellos días, recordándoos el mandato de Jesús: Id y enseñad todo lo que yo os he enseñado. Enseñad no sólo de palabra, sino también con el ejemplo de vuestra vida.
¡Sed firmes en la fe como este Pilar de Zaragoza! Sed coherentes en vuestro comportamiento personal, familiar y público con las enseñanzas y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo! Dad testimonio práctico de la grandeza y de la bondad de Dios ante aquellos que no le conocen o, conociéndole, parecen avergonzarse de El, en público o en privado. Superad la tentación de las desconfianzas y las divisiones estériles, viviendo con gozo y generosidad la unidad de la fe y la comunión del amor de Cristo.
A ello os guiará el esforzado ministerio de vuestros obispos, mis hermanos, cuya comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro es garantía de una fiel transmisión de la fe, base primera de un futuro evangelizador rico en frutos de vida cristiana, en sintonía con el glorioso pasado antes evocado.
6. Sobre nuestra vida social, vuelve a mi mente lo que os dije desde el Nou Camp de Barcelona: “Vivid vosotros e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo”. “Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana” (Homilía en Barcelona, 8; 7 de noviembre de 1982). Ojalá tenga así plena efectividad en vuestro país el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que prefieren para sus hijos.
Sed ejemplares en vuestra vida cívica y en la capacidad de convivencia, contribuyendo a una mayor justicia social para todos. Con el debido respeto a las legítimas opciones ajenas, “esforzaos porque las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida” (Ibíd., 1212).
No caigáis en el error de pensar que se puede cambiar la sociedad cambiando sólo las estructuras externas o buscando en primer lugar la satisfacción de las necesidades materiales. Hay que empezar por cambiarse a sí mismo, convirtiendo de verdad nuestros corazones al Dios vivo, renovándose moralmente, destruyendo las raíces del pecado y del egoísmo en nuestros corazones. Personas transformadas, colaboran eficazmente a transformar la sociedad.
7. Vosotros que fuisteis capaces de aquella empresa gigantesca que hoy hemos evocado, sed fieles a vuestra historia de fe. Tened confianza en vosotros mismos. Vivid con integridad vuestra fe, en un contexto en el que se la respete plenamente o en el que se le puedan crear algunos obstáculos. Caminad juntos hacia el futuro.
Tenéis delante una gran empresa: preparar ya desde ahora la Iglesia en España, renovada, fiel y generosa del año dos mil, para que vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos encuentren en ella la gracia de Dios y las riquezas de sus dones, para que España pueda seguir siendo fiel a sí misma y punto de apoyo en la difusión del Evangelio.
Os convoco a vosotros, mis queridos jóvenes, con el recuerdo del Bernabeu siempre vivo en mis oídos y en mi corazón.
Convoco a las familias cristianas, que veo aún en ellas la imponente Eucaristía de la Castellana.
Convoco a las religiosas del claustro, que con su vida hecha plegaria y su entusiasmo, pusieron una nota de calor en la fría mañana de Avila.
Convoco a los seglares católicos, a los educadores en la fe, a los niños, a los obreros cristianos, hombres del campo y del mar, a los hombres de la cultura y de la ciencia, a los que tengo bien presentes en los diversos lugares de nuestros inolvidables encuentros.
Convoco, en fin, a todos los católicos españoles, cuya vitalidad de fe me es bien conocida.
Que la Virgen María, bajo cuya protección materna nos hemos reunido esta tarde para cantar y rezar, bendiga copiosamente a todos vosotros, bendiga las familias de España y bendiga esta Iglesia querida, apostólica, misionera y mariana.
Con este deseo os doy a vosotros, Pastores y fieles, en especial a los enfermos de toda España y a cuantos sufren, mi Bendición Apostólica.
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