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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS RELIGIOSOS DE BRASIL


Colegio de San Americo, São Paulo
Jueves 3 de julio de 1980

 

Queridos hijos llamados por Dios a una especial consagración en la vida religiosa:

Quien experimenta en este momento de su peregrinación por Brasil la sincera alegría de un encuentro con nosotros es el mismo que, como arzobispo de Cracovia, buscaba cualquier ocasión para encontrarse con los religiosos y religiosas de su diócesis y que, como Obispo de Roma, procura estar con ellos, ora recibiéndolos en su casa, ora yendo a su encuentro en las visitas pastorales a las parroquias romanas. Lo hago por un doble imperativo: porque estoy convencido de la eficacia de los religiosos en la vida y en la acción pastoral de la Iglesia en todos sus niveles y porque soy profundamente consciente del valor inestimable de la vida religiosa en sí misma.

1. Los religiosos en la pastoral de la Iglesia

¿Qué puedo deciros a vosotros, religiosos brasileños —brasileños por nacimiento o por adopción— de la presencia de los religiosos en la acción pastoral de la Iglesia? Preparándome interiormente para esta visita, me asomé con cariñosa atención a la historia de la Iglesia en este país y fue para mí una revelación descubrir lo vinculada que está, en toda su extensión —y a veces se diría que identificada con ella—, a la actividad misionera de un gran número de religiosos de varias familias. Religiosos fueron los primeros apóstoles de la tierra recién descubierta y podemos citar en homenaje a todos ellos uno de los mayores: aquel admirable José de Anchieta, cuya beatificación proclamé con íntima y particular satisfacción hace menos de dos semanas. Religiosos fueron la mayoría de los sacerdotes consagrados a la evangelización de los indios, a su educación en el pleno respeto a su identidad y, cuando fue necesario, a su defensa, incluso con sacrificio personal. Y todavía hoy más de la mitad del clero brasileño está formado por religiosos. Y no sé de otro país que pueda contar con 193 religiosos entre sus 343 obispos, entre ellos dos cardenales de la Santa Iglesia, según una estadística del 31 de diciembre de 1979.

¿Qué más puedo deciros? Vuestra presencia es para la Iglesia en Brasil, no algo superfluo de lo que se pueda prescindir fácilmente, sino una necesidad vital. Algunos puntos harán esta presencia cada vez más eficaz:

— primero, que los religiosos sacerdotes se muestren capaces de una leal y desinteresada compenetración con los sacerdotes diocesanos, en cuyas tareas están llamados a participar, no a título de excepción, sino de manera habitual;

— segundo, que los religiosos laicos aprendan cada vez más a insertar sus propias obras en un plan de conjunto que es el de toda la Iglesia, tanto a nivel diocesano como nacional;

— tercero, que en el espíritu del Documento Mutuae relationes, los superiores religiosos busquen, acepten y cultiven el diálogo franco y filial con los Pastores que el Espíritu Santo ha colocado para gobernar su Iglesia. En este sentido, nunca será demasiada la importancia que se les dé a las relaciones entre la Conferencia nacional de los obispos, a quien compete elaborar y establecer los planes de pastoral para el país, y la Conferencia de los religiosos, que tiene la tarea de promover la vida velando para que ésta se mantenga fiel a sus raíces más profundas y al carisma que la caracteriza.

2. La identidad de la vida religiosa

Y aquí entramos en el segundo aspecto: la identidad profunda de la vida religiosa. No por ser útil a la pastoral, la vida religiosa tiene un lugar definido en la Iglesia y un valor indiscutible. Lo cierto es lo contrario: presta un servicio eficaz a la pastoral porque y en cuanto se mantiene firmemente fiel en el lugar que ocupa en la Iglesia y a los carismas que definen este lugar.

Es imposible intentar hacer aquí un resumen de teología de la vida religiosa. Pero no estará de más, casi como un recuerdo vivo de este encuentro con el Papa, recordar algunos aspectos.

El primero, que encuentra consenso general y ni siquiera es objeto de debates, es que cuándo hablamos de vida religiosa nos referimos a algo muy preciso en la experiencia de la Iglesia, al menos en lo que se refiere a los elementos esenciales.

Cada cristiano tiene la plena y legítima libertad, según su propia conciencia, de entrar o no en la vida religiosa. Pero no le concierne a él definir o delimitar, prescindiendo de la vida, de la historia y, repito, de la bimilenaria experiencia de la Iglesia, lo que es esencial en la vida religiosa.

Eso esencial hace poco tiempo fue reafirmado por el Concilio y por documentos consagrados a su auténtica interpretación en esta materia. Conocéis bien eso esencial, que es:

1) La vida religiosa es una "schola dominici servitii", según la hermosa fórmula de San Benito (Regula, pr. 45), un aplicado, amoroso, perseverante aprendizaje de quien sólo pretende una cosa en la vida: servir al Señor. En la perspectiva de este servicio se alinean todas las demás dimensiones de la vida religiosa tales como las subraya el Concilio Vaticano II.

2) La vida religiosa, enseña el Concilio, no se coloca en la Iglesia en el plano de las estructuras institucionales (no es un grado jerárquico ni se añade como un tercer elemento entre Pastores y laicos), sino en la línea de los carismas y, más exactamente, en el dinamismo de esa santidad que es la vocación primordial de la Iglesia. La razón primera por la que un cristiano se hace religioso no es para adquirir un puesto en la Iglesia, una responsabilidad o una tarea, sino para santificarse. Esta es su tarea y su responsabilidad, "el resto le será dado por añadidura". Este es su servicio a la Iglesia: ella necesita esta escuela de santidad para realizar concretamente su propia vocación de santidad.

3) Si el testimonio que se espera del laico es el de la secularidad, de la acción en las realidades temporales, el testimonio connatural a la vida religiosa en general y a cada religioso en particular es el de las bienaventuranzas vividas diariamente; el del Absoluto de Dios ante el cual todo lo demás, hasta las tareas temporales más importantes, se hace visceralmente relativo; es por tanto el testimonio de lo invisible y, finalmente el de la Parusía, que ya en esta vida debe ser vivida en la esperanza.

4) Para todo esto se revela importante en la vida religiosa la consagración total que cada religioso hace de sí mismo a Dios mediante los votos que ponen en práctica en su vida los consejos evangélicos. Esta consagración total significaría para él la liberación más profunda y genuina, más plena, que le llevará, a una mayor comunión con Dios y con sus hermanos, a una mayor participación en la vida divina y en la comunidad de los hombres, empezando por la comunidad de los que, con él, buscan el rostro de Dios. Esta consagración total trae consigo, como consecuencia, una disponibilidad total. La Iglesia siempre ha comprobado, en el curso de su historia, que podía contar con los religiosos para las misiones más delicadas.

5) De todo lo anterior se deduce que un religioso no podría no ser un hombre de oración, un gran orante. Esto vale para los contemplativos, pero también para cualquier religioso.

A la luz de eso esencial, y aplicando concretamente algunos de sus aspectos, quiero deciros, amados hermanos e hijos, unas pocas palabras de aliento y de estímulo para vosotros.

En primer lugar, recuerdo que la Iglesia en varios Documentos recientes, ha hablado de la renovación de la vida religiosa. Creo superfluo subrayar que, para ser saludable y corresponder al pensamiento de la Iglesia y, por tanto, al designio de Dios, esta renovación no puede absolutizarse, haciéndose finalidad de sí misma y prescindiendo de los criterios válidos. Dos criterios, entre otros, aparecen como los más importantes: el primero es que la vida religiosa (y concretamente cada comunidad religiosa) no se renueva de verdad si la finalidad de la renovación es, en la práctica, la búsqueda de lo más fácil y lo más cómodo; sino sólo si esta finalidad es la búsqueda de lo más auténtico y lo más coherente con las finalidades de la misma vida religiosa. El segundo criterio es que la vida religiosa se renueve para convertirse aún más en camino de santidad. Aquí se aplica de manera particularmente palpable la sentencia del Señor, de que "por los frutos se conoce el árbol". En lo que depende de nosotros, tendremos que hacer todo lo posible para que no se pueda decir que la renovación de la vida religiosa ha conducido a su relajación y, finalmente, a su disolución.

A la luz de estos criterios, tengo que deciros: realizad con humildad la deseada renovación de la vida religiosa. Esta merece los esfuerzos más serios por parte de las familias religiosas y de las Conferencias de religiosos de todos los niveles.

En segundo lugar, me gustaría señalar la originalidad de la presencia del religioso en el mundo. Ya alguna vez se esquematizó así este punto: hay dos formas de presencia en el mundo: una física, directa, material; otra invisible y espiritual pero no por eso menos real. Los laicos, para asegurar su vocación de presencia física en el mundo, tienen necesidad de la fuerte savia que les llega precisamente de la presencia espiritual de los religiosos y la echarían de menos si, por la embriaguez de la "inmersión en el mundo", los religiosos acabaran por negar a la Iglesia la contribución de lo que les es propio. No es una invitación a la alienación; antes es una invitación a pensar que en la Iglesia, según el concepto de San Pablo, sigue siendo importante la clara diferencia (¡y no la confusión!) y la valiosa complementariedad (¡y no el aislamiento!) de los carismas y las vocaciones. No será nunca fecunda a largo plazo (¿pero lo será incluso inmediatamente?) una presencia de religiosos en los combates temporales si es en perjuicio de los valores esenciales, hasta los más humildes, de la vida religiosa.

Tercera reflexión: en la búsqueda de colaboración es frecuente la tentación de disolver al máximo, casi hasta la extinción, aquello que caracteriza y da un rostro a la vida religiosa y a los religiosos. Parece evidente que esto no es positivo ni para la vida religiosa ni para la colaboración: un sacerdote religioso sumergido en la pastoral al lado de sacerdotes diocesanos, tendría que mostrar claramente por sus actitudes que es religioso. La comunidad tendría que poder percibir esto. Lo mismo podría decirse de un religioso no sacerdote o de una religiosa en la respectiva colaboración con los laicos.

Ultima reflexión, en la misma línea de la anterior: no es irreal ni remota en religiosos y religiosas la tentación de abandonar los trazos característicos de su familia religiosa para confundirse con los otros y de abandonar las obras que realizaban para entregarse a lo que se ha dado en llamar "pastoral directa". Parece que los hechos ya empiezan a mostrar que la riqueza espiritual de la Iglesia y de su servicio al hombre reside en la variedad. Existe un empobrecimiento y una depauperación cada vez que todos, so pretexto de unidad o impresionados por cierta prioridad, se ponen a hacer lo mismo. Ojalá los religiosos puedan ayudar a la Iglesia para que continúe presente en los más diversos campos de su misión pastoral: educación, asistencia, cuidado a los enfermos, atención hacia los huérfanos, ejercicio de la caridad, etc.

Estoy seguro de que la comunidad humana en general, además de la comunidad eclesial, le agradecerá esto a la vida religiosa.

No me queda más que bendeciros en nombre del Señor. Al hacerlo, pido al Señor que seáis, en medio de los hombres y para su bien, testigos y anunciadores de las "mirabilia Dei" y de las "investigabiles divitias Christi".

 



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