VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS GOBERNANTES ARGENTINOS*
Casa Rosada, Buenos Aires
Lunes 6 de abril de 1987
Excelentísimo Señor Presidente,
autoridades de la República Federal Argentina,
excelencias, señoras y señores:
1. Me siento muy complacido de poder tener este significativo encuentro en la Casa Rosada, al inicio de mi segunda visita pastoral a esta querida nación Argentina. Saludo, con respeto y estima, a Su Excelencia el Señor Presidente de la República –a quien va mi gratitud por sus palabras de bienvenida–, a los miembros de la Corte Suprema de Justicia, señores Ministros y Secretarios de Estado, miembros del Congreso, representantes de los Partidos políticos y demás personas aquí presentes que desempeñan su labor al servicio de sus conciudadanos.
Quiero también reiterar mi gratitud al Gobierno por su amable invitación a volver a la Argentina, así corno por su diligente y puntual contribución en todas las fases de preparación y desarrollo de este viaje. Mi reconocimiento se extiende a la nación entera, que ha querido una vez más acoger al Papa con su ya tradicional y bien conocida hospitalidad.
2. Esta visita, al igual que la de hace cinco años, en sintonía con todas mis peregrinaciones apostólicas, se inscribe dentro del ministerio apostólico, esto es, del deber impuesto por el mismo Cristo a Pedro y a sus Sucesores a través de los siglos: confirmar a sus hermanos en la fe (cf Lc 22, 32).
A esta constante motivación pastoral, se añade en este viaje una circunstancia de no común relieve: vengo esta vez en tiempos de paz, con el deseo de conmemorar la feliz conclusión de la Mediación Papal entre los pueblos hermanos de Argentina y Chile en el diferendo sobre la zona austral. Ambos partes han demostrado ante el mundo que, sobre la base de sus comunes raíces históricas, culturales y cristianas, y merced a la voluntad de concordia de su gobernantes e instituciones, es posible construir una paz honrosa, sólida y justa. Mi presencia, ahora, en el Cono Sur del Continente americano mira también a consolidar ulteriormente los lazos de la fraternidad entre los pueblos que componen la gran familia latinoamericana.
3. Ante quienes rigen los destinos del país y están dedicados de lleno a la actividad política, judicial y administrativa, quisiera hoy atestiguar que la Iglesia tiene en gran aprecio tan importante tarea El Concilio Vaticano II afirma que la política es un arte “difícil y nobilísimo” (Gaudium et spes, 75), Esta dignidad del quehacer político se pone de relieve por sí sola; basta considerar su finalidad propia, esto es, servir al hombre y a la comunidad, y promover sin cesar sus derechos y legítimas aspiraciones. De aquí se sigue la preeminencia de los valores morales y de la dimensión ética, que ha de ser salvaguardada, no obstante las contingencias del obrar humano o de los intereses contrapuestos.
El poder político que constituye el vínculo natural y necesario para asegurar la cohesión del cuerpo social, debe tener como finalidad la realización del bien común.
Es verdad que no todos los ámbitos de la vida personal y social caen bajo la competencia directa de la política; pero no es menos cierto que uno de los deberes no eximibles de esta actividad específica, además de observar el debido respeto a las legítimas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios, es crear y potenciar en provecho de todas las condiciones sociales que favorezcan el bien auténtico y completo de la persona, sola o asociada, obviando al mismo tiempo cuanto se oponga u obstaculice a la expresión de sus auténticas dimensiones o al ejercicio de sus legítimos derechos (Mater et Magistra, 65).
Dentro de ese amplio marco de condiciones que configuran el bien común de la sociedad civil, corresponde ciertamente al Estado prestar una particular atención a la moralidad pública, a través de oportunas disposiciones legislativas, administrativas y judiciales, que aseguren un ambiente social de respeto de las normas éticas, sin las cuales es imposible una digna convivencia humana. Es ésta una tarea particularmente urgente en la sociedad contemporánea, ya que se ve afectada en lo vivo por una grave crisis de valores que repercute negativamente en amplios sectores de la vida personal y de la misma sociedad. La exigencia inmediata de valores morales, que a su vez han de informar la gestión de los poderes públicos, es una decidida opción por la verdad y la justicia en la libertad, lo cual ha de reflejarse en los instrumentos institucionales y legales que ordenan la vida ciudadana. Por ello, será siempre deber insoslayable de la autoridad pública la tutela y promoción de los derechos humanos, incluso en situaciones de extrema conflictividad, huyendo de la frecuente tentación de responder a la violencia con la violencia.
Por otra parte, el fomento ininterrumpido de la moralidad pública es inseparable de las demás funciones del Estado. En efecto, sabemos muy bien que un deterioro progresivo de la moralidad pública crea peligros más o menos latentes contra los derechos y libertades del hombre, incluso contra la seguridad ciudadana; además pone en entredicho importantes valores de la educación y de la cultura común y. en definitiva, debilita los ideales que dan cohesión y sentido a la vida nacional.
El pleno restablecimiento de las instituciones democráticas constituye un momento privilegiado para que los argentinos sean cada vez más conscientes de que todos están llamados a participar responsablemente en la vida pública, cada uno desde su propio puesto. Ejerciendo sus derechos y cumpliendo sus deberes cívicos, contribuirán decisivamente al bien común del país. ¡Ojalá se alcance de este modo un renovado sentido de la fraternidad social como corresponde a miembros vivos de esta gran comunidad que es la patria argentina!
4. La Iglesia reconoce, respeta y alienta la legítima autonomía de las realidades temporales, y específicamente de la política. Su misión propia la sitúa en un plano diverso: ella es “signo y salvaguarda del carácter trascendente de la persona humana” (Gaudium et spes, 76).
No obstante, el mensaje cristiano es portador de una buena nueva para todos; también para el mundo político, económico y jurídico. Cuando la autoridad de la Iglesia, dentro del ámbito de la propia misión, proclama la doctrina cristiana o emite juicios de carácter moral sobre las realidades de orden político, y cuando impulsa la promoción de la dignidad y los derechos inalienables del hombre, busca sobre todo el bien integral de la comunidad política, y. en último término, el bien integral de la persona. Al mismo tiempo, la Iglesia reconoce que corresponde a los laicos católicos como algo propio el vasto campo de cuestiones políticas, en las que caben soluciones diversas, entre las cuales han de buscar aquellas compatibles con los valores evangélicos. En unión con todos los hombres deseosos de promover el bien de la comunidad, ellos tienen la gran responsabilidad de buscar y aplicar soluciones verdaderamente humanas a los desafíos que plantean los nuevos tiempos y la convivencia social. La Iglesia toma parte en las mejores aspiraciones de los hombres y les propone lo que es suyo propio: “una visión global del hombre y de la humanidad” (Populorum progressio, 13).
Tanto el Estado como la Iglesia, cada uno en su propio campo y con sus propios medios, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Se abre así un amplio espacio al diálogo y a variadas formas de cooperación, partiendo siempre del respeto mutuo a la propia identidad y a las funciones propias de cada una de las dos instituciones.
La ya larga historia de vuestra patria, ligada por múltiples vínculos a la herencia cristiana que ha recibido, lo demuestra con sobrada elocuencia. En esa trayectoria se han ido forjando las condiciones propicias para que la colaboración entre la Iglesia y la comunidad política sea particularmente fecunda. Espero que en el futuro, con creatividad y dinamismo, se incremente esa recíproca ayuda, comprensión y respeto, manifestados en formas adecuadas de cooperación, lo cual se traducirá en beneficio también para la actividad política y mostrará la fuerza integradora de la acción –siempre con un fin trascendente– de la Iglesia, “ experta en humanidad ”, según la feliz expresión de mi predecesor el Papa Pablo VI.
La prosecución incansable de estos objetivos redundará en mucho bien para todos los hijos de esta tierra y. en virtud de la apertura al resto del mundo que os distingue, constituirá un valioso testimonio, además de un notable influjo, en el noble diseño de construir una civilización de la verdad y de la justicia, del amor y de la libertad.
5. En estos momentos de especial relevancia para el futuro del país, tenéis suficientes motivos que inducen a mirar al porvenir con esperanza: tenéis la pujanza de una nación joven, que ha acumulado múltiples y ricas experiencias históricas. Encomiendo a Dios Todopoderoso, por la intercesión maternal de Nuestra Señora de Luján, esta nueva etapa de vuestra vida nacional, para que la Argentina se aproxime al V centenario del inicio de la evangelización de América, y al tercer milenio de la era cristiana, con una renovada madurez y sabiduría, con un creciente optimismo y empuje. Estoy seguro de que así esta nación, que ocupa un digno lugar en el concierto de la comunidad internacional, seguirá dando muchos frutos de humana y cristiana convivencia, aquí y en todo el mundo.
Que la bendición del Altísimo descienda sobre vosotros, sobre vuestras familias, sobre vuestros nobles quehaceres, y sobre todos los argentinos y argentinas, a quienes deseáis servir.
*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. X, 1 1987 pp.1116-1121.
L'Osservatore Romano 8.4.1987 p. XXXIX.
L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.17, p.11.
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