DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL DÉCIMO GRUPO DE OBISPOS ESTADOUNIDENSES
EN VISITA «AD LIMINA»
Viernes 2 de octubre de 1998
Querido cardenal Mahony;
queridos hermanos en el episcopado:
1. Con alegría y afecto os doy la bienvenida a vosotros, obispos de la Iglesia en California, Nevada y Hawai, con ocasión de la visita ad limina Apostolorum. Vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo es una celebración de los vínculos eclesiales que unen a vuestras Iglesias particulares con la Sede de Pedro. Consciente de que la Iglesia en todo el mundo se está preparando para celebrar el gran jubileo del año 2000, he decidido dedicar esta serie de reflexiones con vosotros y con vuestros hermanos en el episcopado a la renovación de la vida de la Iglesia recomendada por el concilio Vaticano II. El Concilio fue un don del Espíritu Santo a la Iglesia, y su aplicación plena es el mejor modo de asegurar que la comunidad católica en Estados Unidos entre en el nuevo milenio fortalecida en la fe y en la santidad, contribuyendo eficazmente a crear una sociedad mejor mediante su testimonio de la verdad sobre el hombre, que se nos revela en Jesucristo (cf. Gaudium et spes, 24). En efecto, la gran responsabilidad de la Iglesia en vuestro país estriba en difundir esta verdad, «que ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor» (Veritatis splendor, proemio).
Estamos llegando al fin de un siglo que comenzó con confianza en las posibilidades de un progreso casi ilimitado de la humanidad, pero que ahora termina con un miedo difundido y en medio de la confusión moral. Si queremos una primavera del espíritu humano, debemos redescubrir los fundamentos de la esperanza (cf. Discurso a la 50ª Asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas, 16-18, 5 de octubre de 1995). Sobre todo, la sociedad ha de aprender a acoger, una vez más, el gran don de la vida, apreciarlo, protegerlo y defenderlo contra la cultura de la muerte, que es una expresión del gran miedo que caracteriza a nuestro tiempo. Una de vuestras más nobles tareas como obispos consiste en proteger decididamente la vida, animando a quienes la defienden y construyendo con ellos una auténtica cultura de la vida.
2. El concilio Vaticano II era muy consciente de las fuerzas que configuran la sociedad contemporánea cuando habló con claridad en defensa de la vida humana contra los peligros que se cernían sobre ella (cf. Gaudium et spes, 27). El Concilio también dio una inestimable contribución a la cultura de la vida con su elocuente presentación del significado pleno del amor conyugal (cf. ib., 48-51). Siguiendo la línea del Concilio y difundiendo su enseñanza, el Papa Pablo VI escribió la encíclica profética Humanae vitae, cuyo trigésimo aniversario estamos celebrando este año. En ella afrontó las consecuencias morales del poder de cooperar con el Creador en el nacimiento de una nueva vida en el mundo. El Creador hizo al hombre y a la mujer para que se complementaran en el amor, y su unión es una participación en el poder creador de Dios mismo. El amor conyugal es un servicio a la vida, no sólo porque engendra una nueva vida, sino también porque, entendido correctamente como entrega total y recíproca de los esposos, crea el ambiente de amor y atención en que se acoge cordialmente la nueva vida como un don de valor incomparable.
Treinta años después de la Humanae vitae, constatamos que las ideas erró- neas acerca de la autonomía moral del individuo siguen causando heridas en la conciencia de muchas personas y en la vida de la sociedad. Pablo VI puso de relieve algunas de las consecuencias de separar el aspecto unitivo del amor conyugal de su dimensión procreadora: un debilitamiento gradual de la disciplina moral; una trivialización de la sexualidad humana; la degradación de la mujer; la infidelidad conyugal, que lleva a menudo a la ruptura de la familia; los programas de control demográfico promovidos por los Estados, que se basan en la anticoncepción y esterilización impuestas (cf. Humanae vitae, 17). La legalización del aborto y de la eutanasia, el recurso cada vez más frecuente a la fecundación in vitro, y ciertas formas de manipulación genética y de experimentación con embriones, están también estrechamente vinculadas, tanto en la ley y en la política pública como en la cultura contemporánea, a la idea de un dominio ilimitado del propio cuerpo y de la vida.
La enseñanza de la Humanae vitae exalta el amor matrimonial, promueve la dignidad de la mujer y ayuda a las parejas a crecer en la comprensión de la verdad de su camino particular hacia la santidad. También es una respuesta al intento de la cultura contemporánea de reducir la vida a la comodidad. Como obispos, junto con vuestros sacerdotes, diáconos, seminaristas y los demás agentes pastorales, debéis encontrar el lenguaje y las imágenes adecuadas para presentar esta enseñanza de un modo comprensible y convincente. Los programas de preparación para el matrimonio deberían incluir una presentación honrada y completa de la enseñanza de la Iglesia sobre la procreación responsable y explicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad, cuya legitimidad se basa en el respeto del significado humano de la intimidad sexual. Los matrimonios que han acogido la enseñanza del Papa Pablo VI han descubierto que es en verdad fuente de profunda unidad y alegría, alimentada por una comprensión y un respeto mutuos cada vez mayores. Habría que exhortarlos a compartir su experiencia con parejas de novios que participan en los programas de preparación para el matrimonio.
3. La reflexión sobre un aniversario muy diferente es útil para profundizar el sentido de la urgencia del compromiso en favor de la vida. En los veinticinco años que han pasado desde la decisión judicial que legalizó el aborto en vuestro país, ha habido una movilización general de las conciencias en favor de la vida. El movimiento pro-vida es uno de los aspectos más positivos de la vida pública norteamericana, y el apoyo que los obispos le han dado es un tributo a vuestro liderazgo pastoral. A pesar de los generosos esfuerzos de muchas personas, se sigue sosteniendo la idea de que el aborto voluntario es un «derecho ». Además, hay signos de una insensibilidad casi inimaginable ante lo que sucede realmente durante un aborto, como muestran los recientes acontecimientos relacionados con el así llamado aborto mediante «nacimiento parcial». Esto causa profunda preocupación. Una sociedad con un escaso sentido del valor de la vida humana en sus primeras etapas ya ha abierto la puerta a la cultura de la muerte. Como pastores, debéis hacer todo lo posible por asegurar que no se emboten las conciencias ante la gravedad del crimen del aborto, un crimen que ninguna circunstancia, finalidad o ley puede justificar moralmente (cf. Evangelium vitae, 62).
Quienes quieren defender la vida deben ofrecer alternativas al aborto cada vez más visibles y asequibles. Vuestra reciente declaración pastoral Luces y sombras recuerda la necesidad de apoyar a las mujeres embarazadas que atraviesan circunstancias difíciles y proporcionar servicios de asesoramiento a las que recurrieron al aborto y deben afrontar sus efectos psicológicos y espirituales. Del mismo modo, la defensa incondicional de la vida ha de incluir siempre el mensaje de que la verdadera curación es posible, mediante la reconciliación con el Cuerpo de Cristo. Con el espíritu del gran jubileo del año 2000, ya próximo, los católicos norteamericanos deberían estar más dispuestos que nunca a abrir su corazón y sus hogares a los niños «indeseados» y abandonados, a los jóvenes con problemas, a los minusválidos y a los que no tienen quien se ocupe de ellos.
4. La Iglesia también presta un servicio realmente vital para la nación cuando despierta la conciencia pública sobre la naturaleza moralmente condenable de las campañas en favor de la legalización del suicidio asistido y la eutanasia. La eutanasia y el suicidio son graves violaciones de la ley de Dios (cf. ib., 65 y 66); su legalización constituye una amenaza directa contra las personas menos capaces de defenderse y resulta muy perjudicial para las instituciones democráticas de la sociedad. El hecho de que los católicos hayan trabajado con éxito, junto con los miembros de otras comunidades cristianas, para oponerse a los intentos de legalizar el suicidio asistido es un signo muy esperanzador para el futuro del testimonio ecuménico público en vuestro país, y os animo a crear un movimiento interreligioso y ecuménico aún más amplio en defensa de la cultura de la vida y de la civilización del amor.
Mientras se desarrolla el testimonio ecuménico en defensa de la vida, es necesario poner gran empeño pedagógico para aclarar la diferencia moral sustancial entre la interrupción de tratamientos médicos que pueden ser gravosos, peligrosos o desproporcionados con respecto a los resultados esperados .lo que el Catecismo de la Iglesia católica llama «encarnizamiento terapéutico» (n. 2278; cf. Evangelium vitae, 65)., y la supresión de los medios ordinarios para conservar la vida, como la alimentación, la hidratación y los cuidados médicos normales. La declaración de la Comisión pro-vida del Episcopado norteamericano, Nutrición e hidratación: consideraciones morales y pastorales, pone correctamente de relieve que hay que rechazar la suspensión de la alimentación y de la hidratación encaminada a causar la muerte de un paciente, y que, teniendo cuidadosamente en cuenta todos los factores implicados, debería proporcionarse la alimentación y la hidratación asistidas a todos los pacientes que las necesiten. Olvidar esta distinción significa crear innumerables injusticias y muchas angustias adicionales, que afectan tanto a quienes ya sufren por la falta de salud o por el deterioro propio de la edad, como a sus seres queridos.
5. En una cultura que tiene dificultad para definir el sentido de la vida, de la muerte y del sufrimiento, el mensaje cristiano es la buena nueva de la victoria de Cristo sobre la muerte y la esperanza cierta de la resurrección. El cristiano acepta la muerte como el acto supremo de obediencia al Padre, y está dispuesto a afrontar la muerte en la «hora » que sólo él conoce (cf. Mc 13, 32). La vida es una peregrinación en la fe hacia el Padre, a lo largo de la cual caminamos en compañía de su Hijo y de los santos en el cielo. Precisamente por esta razón, la verdadera prueba del sufrimiento puede llegar a ser una fuente de bien. A través del dolor, participamos realmente en la obra redentora de Cristo en favor de la Iglesia y de la humanidad (cf. Salvifici doloris, 14-24). Esto sucede cuando el dolor «se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo crucificado» (Evangelium vitae, 67).
La labor que realizan las instituciones católicas de asistencia sanitaria para afrontar las necesidades físicas y espirituales de los enfermos es una forma de imitación de Cristo que, como dice san Ignacio de Antioquía, es «el médico del cuerpo y del espíritu» (Ad Ephesios, 7, 2). Los médicos, las enfermeras y el resto de los profesionales de la salud tratan con personas que viven un tiempo de prueba, en el que se agudiza el sentido de fragilidad y precariedad de su vida, precisamente cuando más se asemejan a Jesús que sufre en Getsemaní y en el Calvario. Los profesionales de la salud deberían recordar siempre que su obra se dirige a seres humanos, a personas únicas, en quienes está presente la imagen de Dios de un modo singular y en quienes él ha derramado su amor infinito. La enfermedad de un miembro de la familia, de un amigo o un vecino es una llamada a los cristianos a mostrar verdadera compasión, o sea, a participar, con amabilidad y constancia, en el dolor del otro. De igual modo, los minusválidos y los enfermos nunca han de sentir la impresión de ser un peso; son personas visitadas por el Señor. Los enfermos terminales, en particular, merecen la solidaridad, la comunión y el afecto de quienes los rodean; a menudo necesitan perdonar y ser perdonados, reconciliarse con Dios y con los demás. Todos los sacerdotes deberían apreciar la importancia pastoral de celebrar el sacramento de la unción de los enfermos, de manera especial cuando es el preludio del viaje final a la casa del Padre: cuando su significado como sacramentum exeuntium es particularmente evidente (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1523).
6. Un apoyo esencial al derecho inalienable a la vida, desde su concepción hasta su muerte natural, es el esfuerzo por proporcionar protección legal a los hijos por nacer, a los minusválidos, a los ancianos y a los enfermos terminales. Como obispos, debéis seguir prestando atención a la relación entre la ley moral y el derecho constitucional y positivo de vuestra sociedad: «Las leyes que (...) legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley» (Evangelium vitae, 72). Aquí está en juego la verdad indivisible sobre la persona humana, en cuyo nombre vuestros padres fundadores reivindicaron la independencia de vuestra nación. La vida de un país es mucho más que su desarrollo material y su poder en el mundo. Una nación necesita un «alma». Necesita la sabiduría y la valentía de superar los males morales y las tentaciones espirituales presentes en su camino a lo largo de la historia. En unión con todos los que promueven una «cultura de la vida» frente a una «cultura de la muerte», los católicos, y especialmente los legisladores católicos, deben seguir haciendo oír su voz en la elaboración de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que, «respetando a todos y según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos» (ib., 90). La democracia se mantiene en pie, o cae, según los valores que encarna y promueve (cf. ib., 70). Al defender la vida, defendéis una parte original y vital de la visión que inspiró la construcción de vuestro país. Estados Unidos debe llegar a ser, una vez más, una sociedad acogedora, en la que todos los hijos por nacer, los minusválidos y los enfermos terminales encuentren amor, y disfruten de la protección de la ley.
7. Queridos hermanos en el episcopado, la doctrina moral católica es parte esencial de nuestra herencia de fe; debemos velar para que se transmita fielmente y adoptar medidas apropiadas para proteger a los fieles del engaño de las opiniones que no están de acuerdo con ella (cf. Veritatis splendor, 26 y 113). Aunque la Iglesia es a menudo signo de contradicción, al defender con firmeza y humildad toda la ley moral, defiende verdades indispensables para el bien de la humanidad y para la salvaguardia de la misma civilización. Nuestra enseñanza debe ser clara; debe reconocer el drama de la condición humana, en el que todos combatimos contra el pecado y todos debemos esforzarnos, con la ayuda de la gracia, por abrazar el bien (cf. Gaudium et spes, 13). Nuestra tarea como maestros reside en «mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo» (Veritatis splendor, 83). Vivir la vida moral implica adherirse firmemente a la persona misma de Jesús, compartiendo su vida y su destino, y participando en su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre.
Que vuestra fidelidad al Señor y la responsabilidad que os ha dado ante su Iglesia os hagan velar personalmente para asegurar que sólo se presente como enseñanza católica una sana doctrina de fe y moral. Invocando la intercesión de Nuestra Señora para vuestro ministerio, os imparto cordialmente mi bendición apostólica a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis.
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