CARTA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
A MONSEÑOR CESAREO D'AMATO, EN EL XIX CENTENARIO
DE LA LLEGADA DEL APÓSTOL PABLO A ROMA*
A Su Excelencia
Cesareo d'Amato,
Obispo titular de Sebaste de Cilicia
y Abad de San Pablo extramuros
Venerable Hermano:
Salud y Bendición Apostólica.
El Apóstol San Pablo, que tanto anheló visitar a los romanos para comunicarles alguna gracia espiritual y consolarse mutuamente por la comunicación de propia fe (Rom 1, 2,12), logró cumplir sus deseos cuando, después de aquella azarosa navegación, arribó, fin, a las costas de Italia y penetró por la vía Apia. Ante la proximidad del decimonono centenario de tan fausto acontecimiento, Venerable Hermano, te desvelas por que semejante efemérides tenga una conmemoración digna y extraordinaria.
En verdad, nunca faltaron alabanzas a los romanos que salieron a recibir al Apóstol de las gentes fuera de las murallas con la mayor reverencia, como cuenta San Lucas, su compañero de viaje e historiador: «Allí (en Pozzuoli) encontramos hermanos que nos rogaron permaneciésemos con ellos siete días, y así llegamos a Roma. De allí los hermanos, habiendo oído hablar d. nosotros, nos salieron al encuentro hasta el Foro Apio y Tres Tabernas. Pablo, al verlos, dio gracias a Dios y cobró ánimos» (Hch 28, 14,15).
Siguiendo el ejemplo de nuestros mayores, que con tanto amor acogieron al Santo Apóstol camino de Roma, todos los que aman la verdad divina, que él predicó en Roma, tienen que honrar con un solo corazón y una sola lengua a este esforzado paladín del Evangelio de Cristo, cuya santa vida, celestial doctrina y muerte, que selló con su glorioso martirio, proclama y ensalza la Iglesia a través de los siglos.
Que la celebración de esas solemnidades religiosas, congresos y discursos sirvan para poner de manifiesto el honor y la gloria que significan para Roma la llegada del Apóstol, pues esta Ciudad ya gloriosa por tantos triunfos y títulos, se considera sobre todo muy dichosa por haber tenido por maestros a los Príncipes de los Apóstoles, Pedro y Pablo, y por conservar sus sagradas reliquias.
Pues si es monstruoso y reprobable combatir con infundios y escritos impíos la fe católica que el Santo Apóstol predicó en Roma y desprestigiarla con una vida indigna, tanto más justo y saludable será para Roma y para todos conocer y meter, por decirlo así, en el fondo del alma las verdades cristianas que predicó aquel gran heraldo del Evangelio, y las muchas penalidades que soportó hasta derramar su sangre. Porque, en la lucha por la ciencia y perfección cristianas, el Apóstol San Pablo forma a los que le meditan y leen al mismo tiempo que los alimenta y deleita con la abundancia de los dones celestiales. Esto mismo proclamó y casi grabó en magníficas sentencias San Juan Crisóstomo, eximio cantor del Apóstol: «No estuvo descaminado aquel que comparó el corazón de Pablo a un florido vergel y paraíso de virtudes, pues en él floreció tan abundante la gracia y brilló tanta perfección de vida como correspondía a esta gracia, ya que fue instrumento escogido y procuró tanto reformarse a sí mismo que el Espíritu Santo derramó en él la abundancia de sus dones que se convirtieron en un inmenso torrente... no para regar la tierra sino para mover las almas a producir frutos de virtudes (De laudibus sancti Pauli Apostoli, Hom. I; PG 50, 473).
Confiamos que tus esfuerzos, Venerable Hermano, puedan y deban dar excelentes resultados el año próximo con ocasión de celebrarse el decimonono glorioso centenario de la llegada del Apóstol de las getes, y con este motivo elevamos al cielo nuestras fervientes súplicas para que el Señor escuche benignamente nuestros deseos y derrame sus celestiales dones con ocasión de esas fiestas religiosas.
En prenda de esas celestiales gracias, impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica a ti y a todos los organizadores, cooperadores y asistentes a la fiestas para conmemorar la venida del Apóstol San Pablo a Roma.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de diciembre del año 1959, segundo de nuestro Pontificado.
IOANNES PP. XXIII
* AAS 52 (1960) 79-81
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