CARTA APOSTÓLICA
SUMMI DEI VERBUM
DE SU SANTIDAD EL PAPA
PABLO VI
A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS Y OBISPOS DEL ORBE CATÓLICO,
CON MOTIVO DEL IV CENTENARIO DE LA CONSTITUCIÓN DE LOS SEMINARIOS
POR EL CONCILIO ECUMÉNICO DE TRENTO
Venerables hermanos, saludo y bendición apostólica:
El Verbo de Dios, “luz verdadera que ilumina a todos los hombres que vienen al mundo” (Jn 1, 9), queriendo hacerse hombre por nuestra salvación, y habitar entre nosotros para mostrarnos la “gloria, que como unigénito tiene del Padre, lleno de gracia y de verdad” (ibíd. 1, 14), se dignó vivir escondido durante treinta años en la humilde casita de Nazaret, para preparar dignamente su misión apostólica con la oración y el trabajo, y darnos ejemplo de todas las virtudes, Así, pues, bajo la mirada amorosa de su padre adoptivo, José, y de su santísima madre, María, el niño Jesús “crecía en sabiduría, edad y gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).
Pues bien, si imitar al Verbo encarnado es obligación de todos los cristianos, se impone de forma especial a los que Él ha llamado para ser sus representantes ante los hombres con la predicación de la doctrina evangélica, la administración de los sacramentos, y también, en primer término con la santidad de vida.
Precedentes históricos de la constitución de los seminarios
La autoridad de la Iglesia, consciente del sagrado deber que tienen los ministros de Cristo de aparecer ante los hombres como maestros de la virtud, primero con el ejemplo y en segundo lugar con la palabra, para ser en realidad “sal de la tierra... y luz del mundo” (Mt 5, 15), ha mostrado particulares cuidados en la instrucción y educación de la juventud destinada al sacerdocio. Tenemos de esto un autorizado testimonio de San León Magno, que escribe: “Venerandas son las prescripciones de los padres hablando de la elección de los sacerdotes, que solamente consideraron aptos para el sagrado ministerio, a los que, después de una larga etapa en cada uno de los grados de los divinos oficios, demostraron probada experiencia, para poder dar testimonio de su vida con sus obras”[1]. Concilios generales y particulares fijaron luego las tradiciones ininterrumpidas, precisando paso a paso una legislación y una praxis, que serían en el futuro norma sagrada para toda la Iglesia. Bastaría citar a este respecto las precisas prescripciones de los Concilios Lateranenses III y IV[2]
Motivos de la institución de los seminarios
Pero desgraciadamente, debido a la malicia del mundo que cada vez más se iba extendiendo en el ambiente eclesiástico, y al espíritu pagano que empezaba a renacer en las aulas donde se educaba la juventud, las precedentes normas dictadas por la Iglesia para la preparación de los futuros sacerdotes, resultaron inadecuadas. Por esta razón en los siglos XV y XVI se advirtió con urgencia la necesidad de una reforma general de las costumbres en la Iglesia de Cristo, y el apremio por preservar a los jóvenes levitas de los peligros que les amenazaban, asegurándoles una formación conveniente en lugares apropiados, bajo la guía de sabios educadores y maestros.
La institución de los seminarios por el Concilio de Trento
En Roma, en el siglo XV, trataron de acudir a tan urgente y fundamental necesidad de la Iglesia, los cardenales Domingo Capránica y Esteban Nardini, con la fundación de los Colegios que llevan sus nombres; en el siglo siguiente San Ignacio de Loyola, al fundar en Roma los dos célebres Colegios Romano y Germánico, uno para profesores y el otro para los alumnos. Por la misma época el cardenal Reinaldo Pote, arzobispo de Canterbury, después de haber exhortado a los obispos de Cambray y de Tournay a imitar el ejemplo de San Ignacio, estudió para Inglaterra su famoso decreto sobre los seminarios, que, aprobado por el Sínodo de Londres de 1556 y publicado el 10 de febrero del mismo año, sirvió de modelo a la ley dictada, pocos años después, por el Concilio de Trento para la Iglesia universal, por el capítulo 18 del decreto “De Reformatione”, aprobado el 15 de julio de 1563[3].
Por ello este año se conmemora el IV centenario de un acontecimiento tan importante para la historia de la Iglesia católica. Centenario aún más digno de ser dignamente conmemorado por coincidir con la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II, en el que la Iglesia, preocupada en dictar oportunos decretos para promover la renovación de las costumbres del pueblo cristiano, habrá de dedicar particulares atenciones a un sector de vital interés para todo el Cuerpo Místico de Cristo, como es el formado por los jóvenes que se dedican en los seminarios a su preparación al sacerdocio.
Importancia del Seminario en la historia de la Iglesia y de la sociedad
No pretendemos evocar la serie de trabajos que precedieron a la aprobación del canon sobre la Institución de los seminarios, ni detenernos en cada una de las prescripciones en él contenidas. Pues creemos más de acuerdo con el objeto de una fructuosa celebración del IV centenario de este decreto, exponer con vivo relieve los beneficios espirituales que con él consiguió la Iglesia y la sociedad civil, para luego llamar la atención sobre algunos aspectos de la formación ascética, intelectual y pastoral del joven seminarista o sacerdote, que requieren hoy una más profunda consideración.
Los mismos padres del Concilio de Trento, al votar por unanimidad dicho canon, en la sesión XXIII, previeron que la institución de los seminarios proporcionaría un gran beneficio espiritual a cada una de las diócesis de la Santa Iglesia.
A este propósito el cardenal Sforza Pallavicino escribe: “Ante todo fue aprobada la institución de los seminarios, llegando muchos a decir que, aunque no se hubiera sacado más beneficio que éste del Concilio, él sólo recompensaba todas las fatigas y trastornos, por ser el único instrumento eficaz para restablecer la disciplina, pues es sentencia cierta que en cualquier estado los ciudadanos serán como sean sus educadores”[4].
Otra prueba de la gran confianza puesta por la Jerarquía en los seminarios para dar lozanía a la Iglesia y hacer florecer la vida sacerdotal en el clero, la ofreció el intrépido celo con que, apenas clausurado el Concilio, se trató de llevar a cabo las prescripciones de tan providencial decreto, en medio de todo género de dificultades. El mismo Pontífice Pío IV fue de los primeros en dar ejemplo, abriendo su seminario el 1 de febrero de 1565; lo había precedido su sobrino San Carlos Borromeo, en Milán, en 1564, y en forma más modesta, los obispos de Rieti, Larino, Camerino y Montepulciano. Siguió poco después la erección de otros seminarios por parte de los obispos preocupados en la restauración de sus propias diócesis, al paso que una selecta escuadra de hombres celosos del bien de la Iglesia acudía en su ayuda. Entre ellos nos place recordar, en Francia, al cardenal Pedro de Berulle, a Andrés Bourdoise, a San Vicente de Paúl con sus sacerdotes de la misión, a San Juan Eudes, a Olier, con la compañía de San Sulpicio. En Italia se destacó, sobre todo, San Gregorio Barbarigo, prodigando incansables cuidados en la organización de los seminarios de Bérgamo y Padua, según las normas del Concilio de Trento y el ejemplo de San Carlos, teniendo también presente las exigencias espirituales y culturales de su tiempo. El ejemplo que este celoso Pastor dio a los demás obispos de las diócesis italianas conserva hoy día todo su valor, por haber sabido conjuntar la fidelidad a las normas tradicionales con sabias iniciativas, entre las cuales es de recordar el estudio de las lenguas orientales para mejor conocimiento de los padres y escritores eclesiásticos del Oriente cristiano, con miras al acercamiento religioso entre la Iglesia católica y las Iglesias separadas. A esta obra insigne del gran obispo de Padua se refirió nuestro predecesor Juan XXIII de venerable memoria, en su homilía con motivo de la inscripción de Barbarigo en el catálogo de los Santos[5].
A la buena, semilla lanzada por el Concilio de Trento en el campo fértil, de la Iglesia, por medio del citado decreto, se debe también el florecimiento de los seminarios o colegios con fines especiales, como el de Propaganda Fide en Roma, el de Misiones Extranjeras de París, y los colegios de las diversas naciones surgidos en Roma, en España, los Países Bajos y todo el complejo de providenciales centros de formación eclesiástica, que hoy, existen en la Iglesia, pueden compararse con el árbol de la parábola evangélica, que, nacido de una minúscula semilla, crece y se extiende con gigantescas proporciones, hasta llegar a albergar entre sus ramas a innumerables pajarillos del cielo (Cfr. Mt 13, 31-32).
Por tanto debemos estar inmensamente agradecidos al Señor, de que la institución de los seminarios, decidida por los padres del Concilio de Trento, lejos de debilitarse en los siglos siguientes, ganados en muchas naciones por ideologías y praxis contrarias a la doctrina y a la misión salvífica de la Iglesia, se moviera siempre en un continuo desarrollo, llegando pronto a superar los confines de Europa y seguir los progresos del catolicismo en América y en los países de misiones. Por su parte, la Iglesia se ha preocupado de dictar normas para los seminarios de acuerdo con las necesidades espirituales y culturales del clero, según las circunstancias de tiempo y lugar. En este campo, que es sin duda uno de los más delicados que el Espíritu Santo, inspirador de todas las sabias decisiones conciliares (Cfr. Hch 15, 28), ha confiado en primer lugar al Supremo Pastor de la Iglesia, es deber nuestro recordar los siguientes méritos de nuestros predecesores, entre los que brillan los nombres de Gregorio XIII, Sixto V, Clemente VIII Urbano VIII, Inocencio Xl, Inocencio XIII, Benedicto XIII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII y Juan XXIII.
No es, por tanto, de extrañar que los seminarios, objeto de solícitos cuidados de la Sede Apostólica y de muchos celosos pastores esparcidos por el mundo católico, hayan prosperado para decoro y beneficio no sólo de la Iglesia, sino de la misma sociedad civil. Esta es la página gloriosa, de la historia de los seminarios, que nuestro predecesor Pío IX quiso recordar en su carta apostólica Cum Romani Pontífices del 28 de junio de 1853, por la que fundaba el Seminario Pío. En ella llamaba la atención de los gobiernos y de todas las personas preocupadas por el verdadero bien de la sociedad humana, por ser “de gran importancia la exquisita y cuidada formación del clero para conseguir la prosperidad e incolumidad de la religión y de la sociedad humana, y para defender la verdadera y sana doctrina”[6].
Importancia actual de los seminarios
Este mismo lazo beneficioso que vincula el progreso religioso moral y cultural de los pueblos al numero suficiente de buenos y doctos ministros del Señor, fue nuevamente recordado por Pío XI con estas memorables palabras: “Es algo que está ligado a la dignidad, eficacia y a la misma vida de la Iglesia; y es de gran interés para la salvación del género humano, pues aunque Cristo Redentor dio al mundo inmensos beneficios, éstos no son comunicados a los hombres más que a través de los ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”[7]. De buen grado, por tanto, hacemos nuestra, siguiendo el ejemplo de nuestro predecesor Pío XII, la sabia sentencia pronunciada por León XIII, de i. m., a propósito de los seminarios: “el porvenir de la Iglesia está íntimamente ligado a su situación”[8].
Así, pues, al paso que, por un lado, invitamos a todos nuestros hermanos en el episcopado, a los sacerdotes y a los fieles, a rendir a Dios omnipotente dador de todos los bienes, las debidas gracias por los grandes beneficios emanados de la providencial institución de los seminarios, aprovechamos la ocasión de este centenario para dirigir a todos una paternal exhortación. Queremos decir a todos los miembros de la Iglesia católica que se sientan solidarios en la obra de ayuda a los seminarios, cualquiera que sea el género de ésta. Indudablemente los supremos pastores de las diócesis, los rectores y directores espirituales de los seminarios, los profesores de las distintas disciplinas, han de ser los primeros en sentirse empeñados en la obra compleja del mantenimiento oportuno, de instrucción y educación de los aspirantes al sacerdocio. Pero su acción será imposible, o mucho más ardua, y mucho menos eficaz, si no está precedida y afianzada por la cooperación ferviente y continua de los párrocos, de los sacerdotes, y de los religiosos y de los seglares, que se dedican a la enseñanza de la juventud, y de forma particular, por la de los padres cristianos.
Crear un ambiente favorable para las vocaciones sacerdotales
Y ¿cómo no advertir que la vocación sacerdotal, desde su nacimiento hasta su pleno desarrollo, aunque es principalmente un don de Dios, exige, sin embargo, la generosa colaboración de muchos, tanto del clero como del laicado? Pues, al paso que la civilización moderna ha difundido en medio del pueblo cristiano la estima y la ambición por los bienes de este mundo, se ha enfriado en muchos espíritus el aprecio por los bienes sobrenaturales y eternos. ¿Surgirán como entonces numerosas y auténticas vocaciones sacerdotales en ambientes familiares y escolares, en los que se exaltan casi únicamente los valores y beneficios inherentes a las profesiones terrenas? Qué pocos, por desgracia, reflexionan seriamente sobre el consejo del Salvador: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si es en detrimento de su alma?” (Mc 8, 36). ¡Qué difícil es en medio de las infinitas distracciones y seducciones del mundo, aplicarse la sentencia del Apóstol: “No ponemos nosotros la mira en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Pues las que se ven son pasajeras; mas las que no se ven, eternas” (2Cor 4, 18). ¿Y no fue abriendo la mente y el corazón a la visión y a la esperanza de las recompensas celestiales, cómo el Señor invitó a los pobres pescadores de Galilea a cooperar en su misión divina? Al ver a los dos hermanos, Simón y Andrés, que eran pescadores, les dijo: “Seguidme y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). A Pedro, que en nombre de los demás discípulos le preguntó qué suerte les estaba reservada, después de haber abandonado todo por su amor, Cristo le aseguró solemnemente: “En verdad os digo que vosotros, que me habéis seguido, al tiempo de la regeneración, cuando se sentare el Hijo del Hombre en el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar las doce tribus de Israel” (Mt 19, 28).
Por lo tanto, para que en los corazones de los niños y de los jóvenes germine y se desarrolle la estima y el santo entusiasmo por la vida sacerdotal, es necesario crear un ambiente espiritual apto, tanto en la familia como en la escuela. En otras palabras, aunque no sean muchos los cristianos llamados al sacerdocio y al estado religioso, todos, sin embargo, están obligados a vivir y a juzgar de acuerdo con el espíritu de fe sobrenatural (Hb 10, 28)), y, consiguientemente, a demostrar la más alta estima y veneración hacia las personas que consagran enteramente su vida a su propia santificación, a los intereses espirituales de la humanidad, y a la mayor gloria de Dios. Sólo así se difundirá entre el pueblo cristiano el “sensus Christi” (el sentido de Cristo) y se facilitará el florecimiento de las vocaciones sacerdotales (1Cor 2, 16).
Naturaleza de la vocación
Sin embargo, el primer deber que incumbe a todos los cristianos, en orden a la vocación sacerdotal, es la oración, según el precepto del Señor: “La mies es mucha, pero los operarios son pocos. Pedid al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 37-38). En estas palabras del Divino Redentor está claramente indicado que la primera fuente de la vocación sacerdotal es Dios mismo, su misericordiosa y libérrima voluntad. He aquí por qué les decía a los Apóstoles: “No me habéis elegido, fui yo quien os elegí y determiné que fuerais y consiguierais fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16). Y San Pablo, exaltando también el sacerdocio de Cristo sobre el de la Antigua Alianza, hacía observar que todo legítimo sacerdote, siendo por naturaleza un mediador ante Dios y los hombres, depende principalmente del beneplácito divino, afirmando: “El pontífice elegido de entre los hombres está puesto entre los hombres para las cosas de Dios... Y nadie se apropia este honar sino cuando es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hb 5, 1, 4). Por tanto, muy excelsa y gratuita es la vocación de participar en el sacerdocio de Cristo, del que el mismo Apóstol escribe: “Así también Cristo no se glorificó a sí mismo en hacerse Pontífice...; y, consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna, proclamado por Dios Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec” (Ibíd., 5, 5,9). Por ello escribe justamente San Juan Crisóstomo en su tratado De Sacerdotio: “El sacerdocio se realiza en la tierra, pero tiene el rango de las órdenes celestiales, y ciertamente con justicia. Pues no el hombre, ni los ángeles, ni los arcángeles, ni cualquier otro poder creado, sino el mismo Paráclito, instituyó este oficio: él hizo que los mortales pudieran realizar un ministerio de ángeles”[9].
Pero con respecto ala vocación divina al sacerdocio, a la que no se tiene ningún derecho, conviene advertir que no se refiere solamente a las facultades espirituales del elegido, es decir, a su inteligencia y a su libre voluntad, sino que se extiende también a sus sentidos y al cuerpo mismo, con el fin de que toda la persona sea idónea para el eficaz y digno cumplimiento de las arduas tareas del sagrado ministerio, que con frecuencia exige renuncias y sacrificios, y a veces la inmolación de la propia vida, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, Cristo. No hay, por tanto, que pensar que Dios llama al sacerdocio a los niños y a los jóvenes, que por falta de suficientes dotes intelectuales y afectivas, o por evidentes taras sicopáticas, o por graves defectos orgánicos, no puedan cumplir debidamente sus diversos oficios y sobrellevar las cargas inherentes al estado eclesiástico. Al contrario, es consolador defender con el doctor Angélico que se exija en todo elegido al sacerdocio lo que afirmó el Apóstol de los primeros predicadores del Evangelio. Así se expresa Santo Tomás: “Dios de tal forma prepara y dispone a los que elige, que hace sean aptos para la función a que han sido elegidos”, según 2Cor 3,6: “Nos hizo idóneos ministros del Nuevo Testamento”[10].
Necesidad y obligación de una cultura oportuna
Además de crear el ambiente apto para las vocaciones sacerdotales y pedir la gracia del Señor para las nuevas escuadras de seminaristas, los padres y los pastores de almas, y todos los que tengan cargos de responsabilidad con los niños y los jóvenes, habrán de preocuparse, en la medida de sus posibilidades, de prepararlos para el seminario o cualquier instituto religioso apenas hayan dado claras muestras de aspiración e idoneidad para el sacerdocio. Sólo así quedarán salvaguardados de la corruptela del mundo y podrán cultivar la semilla de la vocación divina en el sitio más apto. Y entonces comienza la tarea propia de los superiores, del director espiritual y de los profesores: discernir con mayor agudeza las pruebas de elección por parte de Cristo en sus futuros ministros y ayudar a los mismos a prepararse dignamente a esa excelsa misión. Esta obra compleja de educación física, moral, religiosa e intelectual, que ha de darse en el seminario, está claramente indicada en el canon del decreto tridentino con las palabras: “Nutrir y formar religiosamente e iniciar en las disciplinas eclesiásticas”[11].
Vocación sacerdotal y recta intención
Pero he aquí un problema de suma importancia: ¿Cuál es la prueba más característica, indispensable de la vocación sacerdotal, en la que habrá de detenerse con preferencia la mirada de los responsables en el seminario de la instrucción y formación de los jóvenes alumnos, y, sobre todo, del director espiritual? Indudablemente es la recta intención, es decir, la voluntad clara y decidida de consagrarse enteramente al servicio del Señor, como se puede advertir en el decoro conciliar que prescribe, que solamente han de admitirse en el seminario aquellos jóvenes “cuya índole y voluntad dé esperanza que han de servir perpetuamente al ministerio eclesiástico”[12]. Por ello, hablando de esta recta intención, nuestro predecesor Pío XI, en su célebre encíclica Ad catholici sacerdotii, no dudó afirmar: “El que aspire a tan sagrada institución por una noble causa, como el entregarse al divino servicio y salvación de las almas, y al mismo tiempo a una sólida, probada y oportuna castidad de vida, y, como hemos dicho, adquiera o se esfuerce en adquirir la doctrina, como es manifiesto, con certeza es llamado por Dios al ministerio sacerdotal”[13].
La llamada del obispo
Sin embargo, aunque es suficiente para ser aceptado en el seminario que los jóvenes den al menos una primera prueba de recta intención, y de aptitud para el sagrado ministerio y las obligaciones que de él se siguen, para la admisión a las órdenes, y especialmente al presbiterado, los candidatos deben demostrar al obispo o al superior regular una madurez de santos propósitos y de progreso en la piedad, en el estudio y en la disciplina, que infunda en ellos la certeza moral de que está elegido por el Señor (Cfr. 1 S 16, 6). Tremenda es en verdad la responsabilidad del ordinario a quien corresponde el deber de pronunciar el juicio definitivo sobre la demostración de vocación divina del ordenado y al que está reservado el derecho de llamarlo al sacerdocio, haciendo de esta forma auténtica y operante ante la Iglesia la llamada divina que ha ido lentamente madurándose. Con razón podía afirmar en este sentido el catecismo del Concilio de Trento: “Se tienen por llamados por Dios, los llamados por los legítimos ministros de la Iglesia”[14].
También hoy, ante las deplorables defecciones de algunos ministros del santuario, que una mayor severidad en la elección y en la formación hubiera podido prevenir, los pastores de las diócesis habrán de tener presente la severa amonestación de San Pablo a Timoteo:” A nadie impongas las manos de ligero, ni te hagas cómplice de los pecados ajenos” (1Tm 5, 22).
Otros elementos necesarios para la vocación
Después de esta breve referencia al elemento indispensable de la vocación sacerdotal que es la clara, decidida y constante voluntad de abrazar el estado sacerdotal, mirando principalmente a la gloria de Dios, a la salvación de la propia alma y de los hermanos; más aún, de todos los redimidos por la Sangre preciosa del Divino Salvador no quedará fuera de lugar mencionar los restantes elementos que contribuyen a la perfecta preparación del futuro ministro del altar. De este importantísimo problema de la vida de la Iglesia se han ocupado en numerosas ocasiones nuestros predecesores y todos conocen sus más recientes documentos, como la encíclica Ad catholici sacerdotii [15] de Pío XI; la exhortación Menti Nostrae[16] de Pío XII; encíclica Sacerdotii Nostri primordia, de Juan XXIII[17]. Y también el Concilio Ecuménico examinará un esquema de Constitución “De sacrorum alumnis formandis”, cuya aprobación, completando en nuestro tiempo las providenciales disposiciones del decreto tridentino y los diversos documentos de la Sede Apostólica, que le han seguido, estará destinada a despertar un notable avance también en la obra de reclutamiento de las vocaciones eclesiásticas, y en la más importante y comprometedora, de su conveniente formación ascética y litúrgica, intelectual y pastoral.
Esperando confiados las sabías deliberaciones conciliares con respecto a los seminarios, Nos creemos apremiante deber de nuestro supremo oficio pastoral considerar algunos peligros que amenazan la eficacia de la pedagogía en uso en los seminarios y los elementos que en dicha formación es preciso cultivar con mayor diligencia.
Peligros y desviaciones
Con respecto a los peligros, que como hierbas maléficas, hoy más que en el pasado, tratan de invadir el campo abierto a toda semilla, señalamos el espíritu de crítica de todo y de todos, que acecha a su mente. Y en la voluntad, aún de los más pequeños, lamentamos no soporten ningún vínculo moral, proceda de la ley natural o de la autoridad jerárquica o civil y, por tanto, la ambición de una libertad de acción sin freno. Debilitadas de esta forma sus facultades superiores en su ascesis hacia las cimas del bien y de la verdad, no es de extrañar que los sentidos, interiores
y exteriores, escapen al obligado control de la recta razón y de la buena voluntad, estando apartadas estas facultades del influjo continuo y eficaz de la gracia y de las virtudes sobrenaturales. Por ello, la conducta del adolescente parece inclinada a formas de hablar y de actuar que están en discordancia con las normas de humildad, obediencia, modestia, castidad necesarias para la dignidad de un ser racional y, sobre todo, de un cristiano cuyo cuerpo es, en virtud de la gracia, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. ¿Cómo no advertir en semejantes manifestaciones de una sicología juvenil superficial y hasta desordenada, los síntomas de una futura personalidad que exigirá muchos derechos y admitirá pocos deberes, y, consiguientemente, un peligro muy grande para el nacimiento y desarrollo de convencidas y generosas vocaciones sacerdotales? Es preciso, por tanto, oponerse vigorosamente a todo lo que amenaza seriamente la sana educación de la juventud, especialmente cuando se trata de la llamada por Cristo a la continuación de su obra de Redención, pero ¿con qué medios?
Virtudes naturales y sobrenaturales
Es deber, ante todo, de los padres y maestros, cultivar en sus hijos o alumnos, desde sus más tiernos años y especialmente en aquellos que manifiesten una índole más dócil, más generosa e inclinada al ideal del sacerdocio, al espíritu de oración, de humildad, de obediencia, de entrega y de sacrificio. Y será obligación de los superiores y de los profesores del seminario no solamente conservar y desarrollar en los jóvenes, que en él se admiten, las dotes arriba mencionadas, sino procurar que también con el progreso de los años aparezcan y se afiancen en el espíritu del candidato a las sagradas órdenes otras cualidades que han de tenerse como esenciales para una sólida y completa formación moral. Entre ellas juzgamos de más fundamental importancia el espíritu reflexivo y la rectitud de intención en el actuar; la libre y personal elección del bien; más aún, de lo mejor; el dominio de la voluntad y de los sentidos ante las manifestaciones del amor propio, del mal ejemplo ajeno, de las inclinaciones al mal procedentes, tanto de la naturaleza que arrastra las consecuencias del pecado original como del mundo y del espíritu del mal, que también hoy cerca con particular ensañamiento a los elegidos del Señor, ansiosos de su ruina. Y con relación al prójimo, el que aspira a ser con Cristo y por Cristo testigo ante el mundo de la verdad que hace libres y salva (cfr. Jn 18, 37; 8, 32), habrá de ser educado en el culto a la verdad tanto en palabras como en hechos y, por consiguiente, en la sinceridad, en la lealtad, en la constancia y en la fidelidad, de acuerdo con la exhortación de San Pablo a su apreciado Timoteo: “No te pierdas en logomaquias —cosa que para nada aprovecha— para el completo trastorno de los oyentes. Procura diligentemente presentarte tal ante Dios, que merezcas su aprobación, obrero que no tiene de qué ruborizarse, que reparte rectamente la palabra de la verdad” (2Tm 2, 14, 15).
Formación humana cristiana y sacerdotal
,Pero en esta obra de purificación o preservación del espíritu del adolescente de las peligrosas semillas del pecado y el vicio, y de siembra y cultivo de las plantas salutíferas habrá que atender a las buenas cualidades de la naturaleza humana, para que todo el edificio espiritual esté también apoyado en la sólida base de las virtudes naturales. Muy oportuna es a este respecto la sabia afirmación del Aquinatense: “Dado que la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, es conveniente que la inclinación natural esté al servicio de la fe y la inclinación natural de la voluntad llegue a la caridad”[18]. Sin embargo, las buenas cualidades y virtudes naturales no han de ser sobrevaloradas, como si el éxito duradero y verdadero del ministerio sacerdotal dependiera prevalentemente de los recursos humanos, como igualmente hay que tener presente que no es posible educar con perfección el espíritu de la juventud en las mismas virtudes naturales de la prudencia, otras virtudes que están ligadas con ellas, recurriendo solamente a los principios de la recta razón y a los métodos humanos, como la sicología experimental y la pedagogía. Pues es doctrina católica que sin la gracia saludable del Redentor no se pueden cumplir todos los mandamientos de la misma ley natural y, consiguientemente, adquirir perfectas y sólidas virtudes[19]. De este principio inconcuso se deduce una consecuencia de indudable valor práctico: la formación del hombre ha de ir al mismo paso que la del cristiano y futuro sacerdote, con el fin de que las energías naturales estén purificadas y auxiliadas por la oración, la gracia de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía recibidos con frecuencia, y el influjo de las virtudes sobrenaturales, y éstas encuentren en las virtudes naturales una defensa y a la vez una ayuda en su actuación. ¡Pero no es suficiente! Es preciso también que las energías naturales, intelectuales y volitivas, sean dóciles a las directrices de la fe y al impulso de la caridad, con el fin de que todas nuestras acciones, realizadas en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo merezcan el premio eterno (cfr. Col 3, 17; 1Cor 13, 1-3.).
El espíritu de sacrificio y la imitación de Cristo
Es evidente que todo cuanto hemos afirmado ha de estar bien presente en los que han sido llamados a ser con el Salvador víctimas de amor y de obediencia por la salvación de los hombres, y a vivir en castidad virginal y en un ejemplar abandono tanto interno como externo, de las superfluas riquezas de este mundo, para que su ministerio sea más digno y más rico en frutos saludables. Por este motivo, un día se les exigirá no sólo que todas sus buenas cualidades estén al servicio del sagrado ministerio, sino que también estén dispuestos a sacrificar no pocos legítimos deseos de la naturaleza y a soportar trabajos y persecuciones, cumpliendo fiel y generosamente el oficio del Buen Pastor. Todo fiel ministro ha de poder repetir con San Pablo: “Me hice con los débiles débil, para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para de todos modos salvar a algunos. Y todo esto lo hago por causa del Evangelio, para tener también yo alguna parte en él” (1Cor 9, 22-23). Esta es también la conducta de muchos obispos y sacerdotes que la Iglesia propone como ejemplo a todo el ambiente eclesiástico; elevándoles a la gloria de los altares.
El ejemplo de los santos
Esta es, en sus trazos esenciales, la altísima tarea de formación disciplinaria y espiritual, confiada al rector y al director espiritual del seminario bajo la alta dirección del obispo. Pero ha de integrarse con la colaboración de los profesores de las diversas disciplinas, en cuanto respecta al debido desarrollo de todas las facultades del alumno candidato al sacerdocio. Fruto, pues, de la inteligente y armónica colaboración de educadores y profesores será la formación completa del joven, su personalidad, no simplemente humana y cristiana, sino, sobre todo, sacerdotal, que está totalmente invadida por la luz de la divina revelación, de la cual depende principalmente “el que sea perfecto el nombre de Dios, dispuesto a toda obra buena” (2Tm 3, 17). Hay que tener presente, pues, cuanto afirma el Crisóstomo: “Es preciso que el espíritu del sacerdote brille como luz que ilumina a todo el orbe”[20].
Los estudios
En el patrimonio cultural del joven sacerdote ha de tener parte, indudablemente, un discreto conocimiento de las lenguas y, particularmente, de la lengua latina, en especial para los sacerdotes de rito latino; además la posesión de los principales conocimientos históricos, científicos, matemáticos, geográficos y artísticos que en nuestros tiempos son propios de las personas cultas, de acuerdo con las respectivas naciones. Pero la riqueza principal de la mente de un sacerdote ha de estar formada por la sabiduría humana y cristiana, que es fruto de una sólida formación filosófica y teológica, según el método, doctrina y principios de Santo Tomás, con perfecta adhesión a las enseñanzas de la Revelación divina y del Magisterio de la Iglesia. De esta formación teológica forman parte esencial o complementaria diversas disciplinas, como la Exégesis bíblica, según las reglas de la hermenéutica católica, el Derecho canónico, la Historia eclesiástica, la Sagrada Liturgia, la Arqueología, la Patrología, la Historia de los dogmas, la Teología ascética y mística, la Hagiografía, la Santa Elocuencia...
Participación en la vida diocesana
Al acercarse el momento de las Ordenes mayores, y en los primeros años después de recibir el Presbiterado, habrá que iniciar al alumno en los problemas de la Teología Pastoral y facilitarle una participación cada vez más amplia y responsable en la vida diocesana, es decir, en el culto litúrgico, en la instrucción catequística, en la asistencia a la juventud de Acción Católica, en las obras de apostolado en favor de las misiones, de forma que gradual y oportunamente, el futuro pastor de almas conozca el campo de su futura actividad y se prepare para ella adecuadamente. A este fin le será una gran ayuda un buen conocimiento del canto gregoriano y de la música sagrada. Aprenderá, pues, a dar a sus estudios una mayor unidad y una orientación pastoral más eficaz, persuadido de que todo en él ha de tener como última meta el advenimiento del Reino de Cristo y de Dios, según la sabia advertencia de San Pablo: “Todo es vuestro, mas vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1Cor 3, 22-23). Sí, al paso que hoy se van menospreciando cada vez más los derechos de Dios en los diversos campos de la actividad humana, es preciso que el sacerdote brille en el mundo como “otro Cristo y hombre de Dios” (1Tm 6, 11).
Santidad eximia
Santidad y ciencia habrán de ser las prerrogativas de quien está llamado a ser embajador del Verbo de Dios, Redentor del mundo. Santidad eximia, en primer lugar, es decir, superior a la de los fieles seglares y a la de los simples religiosos, porque como justamente observa el Doctor Angélico: “Si el religioso no está investido con el orden, habrá de destacar la superioridad del orden en lo que se refiere a dignidad. Pues él es deputado en virtud del orden sagrado para el sagrado ministerio, del que el mismo Cristo se sirve en el sacramento del altar”[21]. Por ello, resplandecerá en una ferviente devoción a la Sagrada Eucaristía en la vida de aquel que aspira a ser su consagrador y dispensador, y con la devoción al Cuerpo y Sangre de Cristo las devociones que con ella se armonizan, es decir, la del Nombre de Jesús y la de Sacratísimo Corazón.
Elogios y exhortaciones
Como conclusión de nuestras exhortaciones, queremos dirigir una palabra de paternal complacencia a cuantos trabajan con celo y no leves sacrificios en la obra de reclutamiento y educación de las vocaciones sacerdotales, tanto del clero secular como regular, y un especial elogio a los que desarrollan estas mismas tareas en las regiones donde hay mayor escasez de clero y donde es más arduo y frecuentemente peligroso procurar a la Iglesia nuevos ministros del santuario. Llegue también nuestro aplauso a aquellos que, siguiendo las directrices e indicaciones de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, se preocupan de perfeccionar con publicaciones y congresos los métodos de formación de seminaristas, de conformidad con las particulares exigencias de tiempo y lugar, y con el progreso de las disciplinas pedagógicas, pero siempre con el debido respeto a la meta y espíritu propio de la vida sacerdotal, por el mayor bien de la Iglesia.
Oración y caridad fraterna
A vosotros, finalmente, queridos hijos, que recogidos en oración asidua y caridad fraterna dentro de los muros sagrados del seminario, como estaban los Apóstoles en el Cenáculo, os preparáis bajo la mirada materna de la Reina de los Ángeles, a recibir el poder sobrehumano de consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor y perdonar los pecados, y al mismo tiempo para una mayor efusión de la gracia del Espíritu Santo que os capacite para realizar dignamente “el ministerio de la reconciliación” (2Cor 5, 18), digamos con San Pablo: “Cada uno persevere en la vocación a que ha sido llamado” (1Cor 7, 20). Docilidad y fidelidad a la llamada de Dios son, pues, indispensables para el que quiera cooperar más íntimamente con Cristo en la salvación de las almas y asegurarse una corona más brillante en la gloria de la eternidad. Apreciad el don maravilloso que el Señor os ha regalado, servidlo desde vuestros jóvenes años “con gozo y alegría” (Cfr Sal 99, 2).
Finalmente, al paso que os exhortamos, venerables hermanos, a poner en práctica en vuestras diócesis estos consejos, que únicamente el amor a la Iglesia nos ha dictado, os manifestamos a vosotros, a los fieles confiados a vuestros cuidados y, sobre todo, a los seminaristas, nuestra viva benevolencia, os impartimos de todo corazón a todos la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro. en la fiesta de Son Carlos Borromeo, el 4 de noviembre de 1963, primer año de nuestro Pontificado.
PABLO PP. VI
[2] Mansi, Ampliss. Concil. Collect., XXII, 227, 999, 1013.
[3] Cfr. Rocaberti, Bibliotheca maxima Pontificia, XVIII, p. 362; L. von Pastor, Historia de los Papas, Roma 1944, vol. VI, p. 569 y vol. VII, p. 329.
[4] P. Sforza Pallavicino, Istoria del Concilio di Trento, ed. de A. M. Zaccaria, Tom. IV, Roma 1833, p. 344.
[5] Cfr. AAS 62 (1960), pp. 458-459.
[6] Pii IX, Pont. M., Acta, vol. I (1846-1854), p. 473.
[7] Epist. Apost. Officiorum omnium: AAS 14 (1922), p. 449.
[8] Epist.. Paternae providaeque: Acta Leonis, 1899, p. 194; cfr.. Pii XII, Epis. Ad Ep. Poloniae: Per hos postremos annos: AAS 37 (1945), p. 207.
[9] De Sacerdotio, lib. III, n. 4: PG 48, 642.
[10] Summa Theol., III, q. 27, a. 4 c.
[11] Mansi, Amplissima Conc. Collect., 23, 147.
[12] Conc. Oecumen. Decr.; Centro de Documentación. Instituto de las Ciencias Religiosas, Herder, 1962, p. 726, 38-39.
[13] Litt. Enc. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), p. 40.
[14] Catech. Conc. Trid., p. III, de Ordine, 3.
[15] AAS 28 (1936), pp. 5-53.
[16] AAS 42 (1950), pp. 657-702.
[17] AAS 51 (1959), pp. 545-579.
[18] Summa Theol., I, q. 1, a. 8 c.
[19] Cfr. Summa Theol., I-II, q. 109, a. 4 c.
[20] De Sacerdotio, lib. VI, n. 4: PG 48, 681.
[21] Summa Theol., II-II, q. 184, a. 8 c.
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