CLAUSURA DE LA III SESIÓN DEL CONCILIO VATICANO II
ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI
Fiesta de la Presentación dela Virgen María en el Templo
Sábado 21 de noviembre de 1964
Venerables hermanos:
Después de dos meses de intensos trabajos en hermandad, demos gracias a Dios por la feliz celebración de este Concilio Ecuménico Vaticano II, del que hoy, concluimos, con esta solemne y sagrada sesión, el tercer laborioso periodo. En verdad hemos de elevar a Dios la expresión de nuestro espíritu agradecido y gozoso por habernos concedido la inmensa fortuna de asistir, o mejor, de poder dar, humildes y dichosos protagonistas, consistencia, sentido y plenitud a este histórico y providencial acontecimiento. En verdad debemos escuchar, como si se hubieran pronunciado para nosotros, las palabras del Señor: “Bienaventurados vuestros ojos porque ven, y vuestros oídos porque oyen” (Mt 13, 16).
He aquí ante nosotros, en las personas de sus pastores, detrás de los cuales vibra su grey respectiva, la Iglesia de Dios, reunida por Él mediante nuestra voz; he aquí a la jerarquía católica, a quien incumbe formar y guiar al pueblo santo de Dios, reunida en una sola sede, con un solo sentimiento; en una sola oración, con una sola fe y una sola caridad en los labios y en el corazón; he aquí esta incomparable asamblea, que nunca nos cansaremos de admirar y que nunca podremos olvidar, íntegramente dedicada a la confesión de la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, consagrada a evocar las palabras benditas de la revelación y escrutar su sentido verdadero y profundo; he aquí una asamblea de hombres, libres como ninguno de intereses propios y vanos, y comprometidos como ninguno en el testimonio de las verdades divinas; hombres, y por tanto débiles y no exentos de errores, pero convencidos de poder pronunciar verdades que no admiten contestación ni término; hombres, hijos de nuestro tiempo y de nuestra tierra, pero erigidos sobre el tiempo y sobre la tierra para asumir sobre nuestras espaldas el peso de nuestros hermanos y conducirlos a la salvación espiritual, con una entrega total, con un amor mayor que el corazón que lo alberga, con una tensión, que podría parecer temeraria, que está llena de serena confianza en buscar el sentido de la vida humana y de la historia para darles valor, grandeza, belleza y unidad en Cristo; sólo en Cristo Nuestro Señor. Es estupendo, hermanos que aquí estáis; es estupendo, hombres, que desde fuera nos observáis. ¿Podremos ver alguna vez escena más grande, más piadosa, más dramática y más solemne?
Nuestra alegría se crece aún más recordando, en este final del período conciliar, que vamos a clausurar, las cosas que se han discutido y las que, por fin, se han definido: se ha estudiado y definido la doctrina sobre la Iglesia; de esta forma se ha completado la obra doctrinal del Concilio Ecuménico Vaticano I; se ha explorado el misterio de la Iglesia, y se ha delineado el designio divino sobre su constitución fundamental.
Damos gracias una vez más al Señor por este feliz éxito, y dejamos que nuestro corazón se llene de legítimo gozo; de ahora en adelante podremos gozar de una mejor inteligencia del pensamiento divino sobre el Cuerpo Místico de Cristo, y podremos deducir normas más claras y seguras para la vida de la Iglesia, mayores energías para su esfuerzo incesante de conducir a los hombres a la salvación, mayores esperanzas para el progreso del reino de Cristo en el mundo. ¡Bendigamos al Señor!
Muchas cosas habría que decir para comentar el trabajo realizado, estudio piadoso y severo, para que se conformara perfectamente con las verdades bíblicas y con la genuina tradición de la Iglesia; trabajo para descubrir el significado íntimo y la verdad sustancial sobre el derecho constitucional de la Iglesia misma, para saber lo que hay en él inmóvil y cierto y lo que se deriva de los principios por vía de un natural y autorizado desarrollo; celo por esclarecer todos los aspectos del ministerio de la Iglesia, de forma que en todas partes, en todas las funciones y en todos los objetivos del Cuerpo Místico tuviera la misma dimensión, y así sucesivamente. Sin embargo, el punto más arduo y memorable de este trabajo espiritual ha estado centrado en la doctrina sobre el episcopado. Permítasenos, solamente sobre este punto, abrir brevemente nuestro corazón.
Solamente diremos que estamos satisfechos de que esta doctrina haya sido tratada con amplitud suficiente de estudio y discusiones y también con claridad en las conclusiones. Era mi deber hacerlo, cómo complemento del Concilio Ecuménico Vaticano I. Era el momento de hacerlo, por el desarrollo que han asumido los estudios teológicos actuales, por la difusión de la Iglesia en el mundo, por los problemas con que el gobierno eclesiástico se enfrenta en la experiencia diaria de su actividad pastoral, por la esperanza que muchos obispos alimentaban sobre el esclarecimiento de la doctrina a ellos referente. Era también el modo de hacerlo; por ello no dudamos, teniendo en cuenta las explicaciones presentadas tanto sobre la interpretación de los términos empleados como por la calificación teológica que este Concilio pretende dar a la doctrina tratada, Nos no dudamos, con la ayuda de Dios, promulgar la actual Constitución “de Ecclesia”.
Creemos que el mejor comentario que puede hacerse, es decir, que esta promulgación verdaderamente no cambia en nada la doctrina tradicional. Lo que Cristo quiere, lo queremos nosotros también. Lo que había, permanece. Lo que la Iglesia ha enseñado a lo largo de los siglos, nosotros lo seguimos enseñando. Solamente ahora se ha expresado lo que simplemente se vivía; se ha esclarecido lo que estaba incierto; ahora consigue una serena formulación: lo que se meditaba, discutía, y en parte era controvertido. Verdaderamente podemos decir que la Divina Providencia nos ha deparado una hora luminosa; ayer lentamente madurada, ahora esplendorosa, mañana ciertamente providencial en enseñanzas, en impulsos, en mejoría para la vida de la Iglesia.
También nos sentimos satisfechos por el honor que esta Constitución tributa al pueblo de Dios; nada nos alegra como ver proclamada la dignidad de todos nuestros hermanos e hijos, que componen el pueblo santo de Dios, a cuya vocación, a cuya santificación, guía y salvación va, como a su meta, encaminado el ministerio jerárquico. Y no menos satisfechos nos sentimos por todo lo que esta Constitución dice de nuestros hermanos en el episcopado. ¡Qué dichosos nos sentimos al ver proclamada su dignidad, enaltecida su función, reconocida su potestad! ¡Cómo agradecemos a Dios que nos haya tocado en suerte honrar la sacralidad de vuestro ministerio y plenitud de vuestro sacerdocio; reconocer la solidaridad que os une a vosotros y a Nos, hermanos venerados y queridos!
Hemos advertido con edificación que el oficio primario, singular y universal, confiado por Cristo a Pedro y transmitido a sus sucesores los Romanos Pontífices —del que indignos hoy revestimos Nos su potestad—, sea amplia y repetidamente reconocido y venerado en el solemne documento que hemos promulgado, y no podemos dejar de complacernos por ello, no tanto por el prestigio que de aquí se deriva para nuestra persona, temerosa de tan magno cargo, que no hemos ambicionado, sino más bien por el honor tributado a la palabra de Cristo, por la coherencia confirmada con la tradición y el magisterio de la Iglesia, por la garantía sancionada en favor de la unidad de la Iglesia misma y de la eficacia armónica y segura que se le ha atribuido a su gobierno. Y era de suma importancia que este reconocimiento de las prerrogativas del Sumo Pontificado se expresara explícitamente en el momento en que debía definirse la cuestión de la autoridad episcopal en la Iglesia, de forma que esta autoridad no apareciera en contraste, sino como justa y constitucional concordia con el Vicario de Cristo y Cabeza del Colegio Episcopal.
Esta íntima y esencial relación hace del episcopado un conjunto unitario que encuentra en el Obispo sucesor de Pedro no una potestad distinta y extraña, sino su centro y su cabeza, que nos hace solícitos por nuestra parte en celebrar con las nuestras vuestras prerrogativas, en gozar de su exaltación, en reivindicar su excelencia, promover su integración con la nuestra. Reconociendo de esta forma en su plenitud el oficio episcopal, sentimos crecer en torno nuestro la comunión de fe, de caridad, de corresponsabilidad y de colaboración. No creemos disminuida, ni obstaculizada nuestra autoridad, sino que confesamos y celebramos la vuestra; más aún, nos sentimos más fuertes por la unión que nos hermana, más aptos para la dirección de la Iglesia universal por saber que cada uno aspira al mismo fin, más confiados en la ayuda de Cristo por ser y querer estar todos a una más estrechamente unidos en su nombre.
No es fácil expresar el desarrollo práctico que tendrá esta aclaración doctrinal; pero no es difícil prever que será fecundo en profundización espiritual y en ordenaciones canónicas. El Concilio Ecuménico tendrá su clausura definitiva en la próxima cuarta sesión; pero la aplicación de sus decretos supondrá una red de Comisiones postconciliares, en las cuales será indispensable la colaboración del episcopado; como también la aparición de problemas de interés general, propia y continua en el mundo moderno, nos tendrá aún más dispuestos a convocar y consultar, en momentos determinados, a algunos de vosotros, venerables hermanos, oportunamente designados para poder cantar en torno nuestro con el consuelo de vuestra presencia, el auxilio de vuestra experiencia, el apoyo de vuestro consejo y el sufragio de vuestra autoridad; esto será también útil en la renovación de la curia romana, que acendradamente se está estudiando, pues podrá favorecerse del trabajo experimentado de pastores diocesanos, integrando de esta forma sus cuadros, de suyo ya eficientes en su fiel servicio, de prelados procedentes de diversos países que proporcionen el óbolo de su sabiduría y caridad. Quizá está multiplicidad de estudios y discusiones llevará consigo algunas dificultades prácticas; la acción colectiva es más complicada que la individual, pero si responde a la índole monárquica y jerárquica de la Iglesia y mejor confirma nuestro trabajo con vuestra cooperación, sabremos con prudencia y caridad superar los obstáculos propios de una reglamentación más compleja del régimen eclesiástico.
Esperamos que la doctrina sobre el misterio de la Iglesia, ilustrada y proclamada por este Concilio, tendrá desde ahora feliz repercusión en el corazón, ante todo, de los católicos; que vean los fieles mejor trazado y descubierto el rostro genuino de la esposa de Cristo; vean la belleza de su Madre y Maestra, la sencillez y majestad de líneas de tan veneranda institución, admiren un prodigio de fidelidad histórica, de magnífica sociología, de excelente legislación, un reino que progresa, donde el elemento divino y el humano se funden para reflejar sobre la humanidad creyente el designio de la Encarnación y de la Redención, el Cristo total, cómo dice San Agustín, nuestro Salvador.
Alégrense de este espectáculo especialmente aquellos que hacen del afán por la perfección cristiana su única y constante profesión, Nos referimos a los religiosos, que son miembros ejemplares de la Iglesia, generosos mantenedores e hijos carísimos.
Alégrense también nuestros hermanos e hijos que viven en las regiones donde todavía se les niega o se les restringe la suficiente y debida libertad religiosa, que debemos inscribirlos en la Iglesia del silencio y de las lágrimas; gocen también ellos del fulgor doctrinal que ilumina a la Santa Iglesia, a la que ofrecen el Magnífico testimonio de sus sufrimientos y de su fidelidad, mereciendo una gloria mayor, la de Cristo, víctima por el rescate del mundo.
Esperamos también que esta misma doctrina de la Iglesia será benévola y favorablemente considerada por los hermanos cristianos todavía separados de nosotros; integrada esta doctrina en las declaraciones contenidas en el esquema De Oecumenismo, igualmente aprobado por este Concilio, quisiéramos que tuviera en sus corazones la virtud de amoroso fermento en esa revisión de pensamientos y actitudes que les pueda acercar más a nuestra comunión, y, finalmente, con la ayuda de Dios, les hagan fundirse en ella; al mismo tiempo, esta misma doctrina Nos proporciona la sorprendente alegría de advertir que, la Iglesia, trazando las líneas de su propia y precisa figura, no restringe, sino que extiende los confines de su caridad y no detiene el movimiento de su progresiva, múltiple y generosa catolicidad. Permítasenos a este respecto, y en esta ocasión, expresar nuestro reverente saludo a los observadores que aquí representan a las Iglesias o Confesiones cristianas separadas de nosotros; nuestro agradecimiento por su grata asistencia a nuestras reuniones conciliares; nuestro voto vivísimo por su prosperidad cristiana.
Quisiéramos, finalmente, que la doctrina de la Iglesia irradiara también, con algún reflejo de atracción, al mundo profano en el que vive y del que está rodeada; la Iglesia debe ser el signo alzado en medio de los pueblos (cf. Isaías, 5, 26) para ofrecer a todos la orientación de su camino hacia la verdad y la vida. Como todos pueden observar, la elaboración de esa doctrina, ateniéndose al rigor teológico que la justifica y la engrandece, no se olvida nunca de la humanidad que se da cita en la Iglesia, o que constituye el ambiente histórico y social en que se desarrolla su misión. La Iglesia es para el mundo. La Iglesia no ambiciona otro poder terreno que el que la capacita para servir y amar. La Iglesia, perfeccionando su pensamiento y su estructura, no trata de apartarse de la experiencia propia de los hombres de su tiempo, sino que pretende de una manera especial comprenderlos mejor, compartir mejor con ellos sus sufrimientos y sus buenas aspiraciones, confirmar el esfuerzo del hombre moderno hacia su prosperidad, su libertad y su paz. Pero este discurso tendrá su desarrollo al final del Concilio, cuando los esquemas, que deben coronar sus trabajos, sobre la libertad religiosa, que solamente por falta de tiempo no ha sido posible llevar a término al final de esta sesión, y sobre las relaciones entre la Iglesia y el mundo, que ya ha sido discutido en la sesión actual, tengan en la sesión siguiente, y última, su estudio completo.
Ahora, para terminar, Nos atrae otro pensamiento.
Nuestro pensamiento, venerables hermanos, no puede menos de elevarse, con sentimientos de sincera y filial agradecimiento, también a la Virgen Santa, a Aquella que queremos considerar protectora de este Concilio, testigo de nuestros trabajos, nuestra amabilísima consejera, pues a Ella, como a celeste patrona, juntamente con San José, fueron confiados por el Papa Juan XXIII, desde el comienzo, los trabajos de nuestras sesiones ecuménicas.
Animados por estos mismos sentimientos, el año pasado quisimos ofrecer a María Santísima un acto solemne de culto en común, reuniéndonos en lo basílica Liberiana, en torno a la imagen venerada con el glorioso título de Salus Populi Romani.
Este año el homenaje de nuestro Concilio es más precioso y significativo. Con la promulgación de la actual Constitución, que tiene como vértice y corona todo un capítulo dedicado a la Virgen, justamente podernos afirmar que la presente sesión se clausura como himno incomparable de alabanza en honor de María.
Pues es la primera vez —y decirlo nos llena el corazón de profunda emoción— que un Concilio Ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia.
Esto corresponde a la meta que el Concilio se ha prefijado: manifestar el rostro de la Santa Iglesia, a la que María está íntimamente unida, y de la cual, como egregiamente se ha afirmado, es “la parte mayor, la parte mejor, la parte principal y más selecta” (Ruperto, In Apocalipsis, 1, VII, cap. 12; P. L. 169, 10.434).
En verdad la realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos, ni en sus ordenanzas jurídicas. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, ha de buscarse en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla separada de Aquélla, que es la Madre del Verbo Encarnado, y que Cristo mismo quiso tan íntimamente unida a sí para nuestra salvación. Así ha de encuadrarse en la visión de la Iglesia la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su Santa Madre. Y el conocimiento de la doctrina verdadera católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia.
La reflexión sobre estas estrechas relaciones de María con la Iglesia, tan claramente establecidas por la actual Constitución conciliar, nos permite creer que es éste el momento más solemne y más apropiado para dar satisfacción a un voto que, señalado por Nos al término de la sesión anterior, han hecho suyo muchísimos padres conciliares, pidiendo insistentemente una declaración explícita, durante este Concilio de la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano. A este fin hemos creído oportuno consagrar, en esta misma sesión pública, un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico, y particularmente entrañable para Nos, pues con síntesis maravillosa expresa el puesto privilegiado que este Concilio ha reconocido a la Virgen en la Santa Iglesia.
Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.
Se trata de un título, venerables hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. En verdad pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado.
La divina maternidad es el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre de Aquél, que desde el primer instante de la Encarnación en su seno virginal se constituyó en cabeza de su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores; es decir, de la Iglesia.
Con ánimo lleno de confianza y amor filial elevamos a Ella la mirada, a pesar de nuestra indignidad y flaqueza; Ella, que nos dio con Cristo la fuente de la gracia, no dejará de socorrer a la Iglesia, que, floreciendo, ahora en la abundancia de los dones del Espíritu Santo, se empeña con nuevos ánimos en su misión de salvación.
Nuestra confianza se aviva y confirma más considerando los vínculos estrechos que ligan, al género humano con nuestra Madre celestial. A pesar de la riqueza en maravillosas prerrogativas con que Dios la ha honrado, para hacerla digna Madre del Verbo Encarnado, está muy próxima a nosotros. Hija de Adán, como nosotros, y, por tanto, hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin embargo, una criatura preservada del pecado original en virtud de los méritos de Cristo, y que a los privilegios obtenidos suma la virtud personal de una fe total y ejemplar, mereciendo el elogio evangélico “Bienaventurada porque has creído”. En su vida terrena realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas por Cristo. Por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y de obras, encuentra en Ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo.
Por lo tanto, auguramos que con la promulgación de la Constitución sobre la Iglesia, sellada por la proclamación de María Madre de la Iglesia, es decir, de todos los fieles y pastores, el pueblo cristiano se dirigirá con mayor confianza y ardor a la Virgen Santísima y le tributará el culto y honor que a Ella le compete.
En cuanto a nosotros, ya que entramos en el aula conciliar, a invitación del Papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1961, a una “con María, Madre de Jesús”, salgamos, pues, al final de la tercera sesión, de este mismo templo, con el nombre santísimo y gratísimo de María Madre de la Iglesia.
En señal de gratitud por la amorosa asistencia que nos ha prodigado durante este último período conciliar, que cada uno de vosotros, venerables hermanos, se comprometa a mantener alto en el pueblo cristiano el nombre y el honor de María, uniendo en Ella el modelo de la fe y de la plena correspondencia a todas las invitaciones de Dios, el modelo de la plena asignación de la doctrina de Cristo y de su caridad, para que todos los fieles, agrupados por el nombre de la Madre común, se sientan cada vez más firmes en la fe y en la adhesión a Cristo, y también fervorosos en la caridad para con los hermanos, promoviendo el amor a los pobres, la justicia y la defensa de la paz. Como ya exhortaba el gran San Ambrosio: “Viva en cada uno el espíritu de María para ensalzar al Señor; reine en cada uno el alma de María para glorificar a Dios” (San Ambrosio, Exp. in Luc., 2, 26; P. L. 15, 1642).
Especialmente queremos que aparezca con toda claridad que María, sierva humilde del Señor, está completamente relacionada con Dios y con Cristo, único Mediador y Redentor nuestro. E igualmente que si ilustren la naturaleza verdadera y el objetivo del culto mariano en la Iglesia, especialmente donde hay muchos hermanos separados, de forma que cuantos no forman parte de la comunidad católica comprendan que la devoción a María, lejos de ser un fin en sí misma, es un medio esencialmente ordenado a orientar las almas hacia Cristo, y de esta forma unirlas al Padre, en el amor del Espíritu Santo.
Al paso que elevamos nuestro espíritu en ardiente oración a la Virgen, para que bendiga el Concilio Ecuménico y a toda la Iglesia, acelerando la hora de la unión entre todos los cristianos, nuestra mirada se abre a los ilimitados horizontes del mundo entero, objeto de las más vivas atenciones del Concilio Ecuménico, y que nuestro predecesor Pío XII, de venerable memoria, no sin una inspiración del Altísimo, consagró solemnemente al Corazón Inmaculado de María. Creemos oportuno, particularmente hoy, recordar este acto de consagración. Con este fin hemos decidido enviar próximamente, por medio de una misión especial, la Rosa de Oro al Santuario de la Virgen de Fátima, muy querido no sólo por la noble nación portuguesa —siempre, pero especialmente hoy, apreciada por Nos—, sino también conocido y venerado por los fieles de todo el mundo católico. De esta forma, también Nos, pretendemos confiar a los cuidados de la Madre celestial toda la familia humana, con sus problemas y sus afanes, con sus legítimas aspiraciones y ardientes esperanzas.
Virgen María, Madre de la Iglesia, te recomendamos toda la Iglesia, nuestro Concilio Ecuménico.
... “Socorro de los obispos”, protege y asiste a los obispos en su misión apostólica, y a todos aquellos, sacerdotes, religiosos y seglares, que con ellos colaboran en su arduo trabajo.
Tú, que por Tu mismo divino Hijo, en el momento de su muerte redentora, fuiste presentada como Madre al discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano, que en Ti confía.
Acuérdate de todos tus hijos; avala sus preces ante Dios; conserva sólida su fe; fortifica su esperanza; aumenta su caridad.
Acuérdate de aquellos que viven en la tribulación, en las necesidades, en los peligros, especialmente de aquellos que sufren persecución y se encuentran en la cárcel por la fe. Para ellos, Virgen Santísima, solicita la fortaleza y acelera el ansiado día de su justa libertad.
Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados, y dígnate unirnos, Tú que has engendrado a Cristo, fuente de unión entre Dios y los hombres.
Templo de la luz sin sombra y sin mancha, intercede ante tu Hijo Unigénito, Mediador de nuestra reconciliación con el Padre (cf. V, XI), para que sea misericordioso con nuestras faltas y aleje de nosotros la desidia, dando a nuestros ánimos la alegría de amar.
Finalmente, encomendamos a Tu Corazón Inmaculado todo el género humano; condúcelo al conocimiento del único y verdadero Salvador, Cristo Jesús; aleja de él el flagelo del pecado, concede a todo el mundo la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor.
Y haz que toda la Iglesia, celebrando esta gran asamblea ecuménica, pueda elevar al Dios de las misericordias un majestuoso himno de alabanza y agradecimiento, un himno de gozo y alegrías, pues grandes cosas ha obrado el Señor por medio tuyo, clemente, piadosa y dulce Virgen María.
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