VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA
EN EL BARRIO DEL CENTRO ADMINISTRATIVO
Salvador de Bahía
Lunes 7 de julio de 1980
Señor arzobispo, cardenal Avelar Brandão Vilela, señor arzobispo coadjutor, don João de Souza Lima, señor obispo auxiliar, don Tomás Murphy, hermanos míos en el Episcopado y en el sacerdocio ministerial, amados hermanos y hermanas, religiosos y laicos:
1. Hace casi 480 años, rodeado del grupo de descubridores y tal vez de la indiada aturdida y curiosa, fray Enrique de Coimbra celebraba la Santa Misa sobre las arenas de la playa, bautizada enseguida con el nombre de Porto Seguro. Hoy, habéis querido que el Sacrificio eucarístico celebrado por el Papa aquí en Salvador fuese una rememoración de aquella primera Misa en Brasil. Esto confiere al presente rito un carácter singular y una dimensión nueva. Son las raíces históricas de Brasil, que se dejan ver en esta celebración.
En tal contexto, las lecturas que acabamos de oír, nos traen un mensaje y nos invitan a meditar.
El texto de San Mateo refleja un instante decisivo de la historia de la Iglesia. Es el momento en que el Resucitado, al final de su vida terrena, debe volver al Padre. Quedan los Apóstoles y queda la Iglesia, nacida del poder dado al Verbo Encarnado y transmitido por El a los Apóstoles. ¿Cuál es su misión? "Por todos los pueblos haced discípulos" —ordena el Señor Jesús—, enseñadles a vivir según el Evangelio. Bautizad en nombre de Dios Uno y Trino. Sabed que yo me voy, pero permanezco con vosotros hasta el fin (cf. Mt 28, 18-20).
El Apóstol Pablo reflexiona sobre esta misión, teniendo ante sus ojos la vida concreta de una Iglesia entre otras. El las ve una y múltiple. Múltiple, en la diversidad de los carismas, de los ministerios y actividades; una, en el único Espíritu que suscita la diversidad. Múltiple, en la variedad de razas, de condiciones sociales, de la procedencia de quienes son llamados a formar parte de ella; una, porque uno sólo es el bautismo que a todos introduce en la Iglesia. Múltiple, como múltiples son sus miembros; una, a imagen de la unidad del Cuerpo.
La Iglesia viene meditando estos textos y estos mensajes desde sus albores, pero es consciente de que todavía no ha ahondado en ellos como desearía (¿y llegará algún día a hacerlo?). En diferentes situaciones concretas, la Iglesia relee esos textos y escruta esos mensajes con el deseo de descubrir en ellos una aplicación nueva. Una vez más tomamos contacto con ellos en esta expresiva celebración eucarística.
Habéis querido que la Misa del Papa en su paso por esta ciudad sea una rememoración de otra Misa, de la que fue la primera celebrada en la tierra recién descubierta. ¿Qué deciros, entonces?
2. La primera observación que hay que hacer es que, mientras la mayoría de los pueblos llegaron a conocer a Cristo y al Evangelio después de varios siglos de su historia, las naciones del continente latinoamericano y, entre ellas de modo especial Brasil, nacieron cristianas. Las carabelas que el día 3 de abril de 1500 llegaban a la bahía de Porto Seguro, traían también los primeros misioneros y evangelizadores, los hijos de San Francisco. Desembarcados Pedro Álvarez Cabral y los primeros colonizadores, fue alzada una cruz y rezada la primera Misa, en la que ya estuvieron presentes, admirados, algunos indígenas. Se dio a las nuevas tierras el nombre de tierra de Santa Cruz. Esos hechos, en la aurora de Brasil, habrían de marcar, profundamente, la historia, ya ahora cinco veces secular, de la nueva nación que nacía para el Occidente.
Idéntico fenómeno se verificó por toda América Latina, como se lee en las conclusiones de Puebla:
"América Latina constituye el espacio histórico donde se da el encuentro de tres universos culturales: el indígena, el blanco y el africano, fueron enriquecidos después por diversas corrientes migratorias. Se da, al mismo tiempo, una convergencia de formas diferentes de ver el mundo, el hombre y Dios y de reaccionar frente a ellos. Se ha fraguado una especie de mestizaje latino-americano..." (Documento de Puebla, 307).
Lo cierto es que apóstoles, como el padre José de Anchieta, que tuve la alegría de incluir en el catálogo de los Beatos de la Iglesia, el pasado 22 de junio, se colocaron decididamente al lado de las poblaciones indígenas, aprendiendo de ellos la lengua, asimilando sus gustos, adaptándose a su mentalidad, defendiéndoles la vida y, simultáneamente, anunciándoles la verdad salvífica de Jesucristo, convirtiéndolos para el Evangelio, bautizándolos e integrándolos en la Iglesia.
3. Surge así el catolicismo brasileño, resultado, como el propio Brasil, de una de las fusiones más importantes de la historia humana. Aquí se mezclaron, durante tres siglos, el indio, el europeo y el africano y, a partir del siglo pasado, a ellos vinieron a sumarse la sangre y las culturas de los árabes, como los cristianos maronitas, y de los emigrantes japoneses asiáticos, constituyendo hoy una gran comunidad, predominantemente católica. En este sentido, Brasil ofrece un testimonio altamente positivo. Aquí se ha ido construyendo con inspiración cristiana una comunidad humana multirracial. Un verdadero tapiz de razas, como afirman los sociólogos, amalgamadas todas por el vínculo de la misma lengua y de la misma fe.
Se definen de ese modo, a largos trazos, las características de este pueblo joven, dinámico, laborioso, gran esperanza de la Iglesia. Un pueblo de profunda religiosidad, como lo prueban no sólo el nombre de tantos Estados —São Paulo, Espíritu Santo, Santa Catalina— y de tantas capitales —Belém, São Luis, Salvador—, o su notable devoción a la Madre de Dios, invocada bajo diversos títulos, pero especialmente bajo el título de Nuestra Señora Aparecida; o las concurridas fiestas populares del Cirio de Nazaret, del Señor de Bomfim, del Divino; o las concurridísimas procesiones del Encuentro, del Señor muerto, del Señor resucitado, de los Santos Patronos; sino también la adhesión de los fieles a sus obispos y sacerdotes, al Papa, Vicario de Cristo y Sucesor de Pedro.
Esas son otras tantas pruebas de la gran religiosidad de los brasileños, católicos en la mayoría absoluta de sus hijos e hijas.
Por otra parte, es necesario mirar más hacia adelante que hacia atrás. Es necesario sacar del pasado las lecciones para el futuro. Es necesario promover el verdadero progreso, proceso de desarrollo integral, salvando a toda costa los sagrados valores de la fe, de la moral y de la familia. Ese es, queridos hijos e hijas, el gran reto que debéis afrontar. Esa es vuestra tarea, hermanos en el Episcopado, sacerdotes, religiosas y laicos católicos. Esforzaos por no defraudar las esperanzas que el Papa deposita en vosotros. Sed dignos de los misioneros que os evangelizaron, dignos de los cristianos que os precedieron en la fe.
4. Sé que se discuten también entre vosotros, como en el África recientemente visitada por mí, los rumbos exactos del proceso de inculturación. Sí; es sagrada y digna de respeto, en sus elementos esenciales, la cultura de cada pueblo. Pero es importante también recordar los derechos de Dios, de la Iglesia y del Evangelio. Como igualmente, el fundamental derecho de todo hombre a los beneficios de la redención realizada por Cristo Jesús. "Todo hombre debe poder encontrarse con Cristo", recordaba yo en la Encíclica Redemptor hominis (núm. 13). Todo hombre, por otra parte, necesita de Cristo, también El hombre perfecto y salvador del hombre. Cristo es la luz que, integrada en las más diversas culturas, las ilumina y eleva por dentro. La verdadera fe no está en contradicción ni aun con los valores religiosos de la religión de cada pueblo, pues les revela la verdadera faz de Dios, que es Padre. La fe cristiana respeta las expresiones culturales de cualquier pueblo, siempre que sean verdaderos y auténticos valores. Pero dejar de transmitir a todos los hombres el íntegro depósito de la fe sería una infidelidad a la propia misión de la Iglesia. Sería no reconocer a los hombres un fundamental derecho suyo: el derecho a la verdad.
Claro está que el anuncio de la fe supone una adaptación a la mentalidad de los que son evangelizados. Sin embargo, esa adaptación no implica, en modo alguno, una expresión y un anuncio del Evangelio incompletos. Somos guardianes de la Palabra de Dios y, por tanto, no tenemos derecho a mutilarla en nuestras predicaciones ante cualquier auditorio. Y no se diga que la evangelización deberá necesariamente seguir al proceso de humanización. El verdadero apóstol del Evangelio es el que va humanizando y evangelizando al mismo tiempo, en la certeza de que quien evangeliza, también civiliza.
Así debe seguir siendo. Recuerden siempre los misioneros y evangelizadores de este querido Brasil, que su compromiso principal es con el Evangelio, siendo competencia y debe primario del Estado ofrecer a todo brasileño las condiciones exigidas por una vida digna, resultado de la conveniente satisfacción de todas las necesidades primarias de la existencia. A la Iglesia le corresponde solamente de modo subsidiario la solución de los problemas de orden temporal.
La Iglesia desea entrar en contacto con todos los pueblos y todas las culturas. Ella misma desea enriquecerse con los valores verdaderos de las culturas más diversas. La liturgia es uno de los campos —no ciertamente el único— para ese intercambio entre la Iglesia y las culturas. En tal sentido, la experiencia demuestra, de modo convincente, que es posible salvaguardar religiosamente las verdades y expresiones culturales que la legítima autoridad eclesiástica propone como de institución divina, y respetar con amorosa y atenta fidelidad los textos y ritos que la misma legítima autoridad deliberadamente excluye de la creatividad de los individuos y grupos —comentadores, animadores litúrgicos, presidentes de asambleas eucarísticas, celebrantes principales de los sacramentos— y al mismo tiempo dar a la celebración un carácter de adaptación al ambiente en que se realiza. La sabiduría con que los presidentes y celebrantes cumplen su papel es de extrema importancia.
De ese intercambio permanente y fecundo han de beneficiarse tanto la cultura indígena, igual que la negra y la europea, como también —¿por qué no decirlo?— la propia Iglesia en vuestro país.
5. Y aquí vendrá bien una referencia, aunque sea breve, a un tema de importancia. Varios documentos de la Iglesia universal, de la Iglesia en América Latina y en vuestras Iglesias particulares, han tratado el problema de la religiosidad popular. Recuerdo la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (cf. núm. 48) de mi predecesor Pablo VI, los Documentos de Medellín, las Conclusiones de Puebla (cf. núms. 444-469) y mi Encíclica Redemptor hominis (núms. 13 y 14). Compruebo con alegría que también en Brasil se realizan investigaciones, se escriben ensayos y se hace un esfuerzo cada vez mayor en el sentido del respeto a la religiosidad popular; la cual, por otra parte, es también expresión de una dimensión profunda del hombre. Es la propia alma del pueblo la que aflora en las expresiones y manifestaciones de religiosidad popular, algunas de gran sinceridad. En lo más profundo de la religiosidad popular se encuentra siempre una verdadera hambre de lo sagrado y de lo divino.
Es necesario, pues, no despreciarla ni ridiculizarla. Es necesario cultivarla y servirse de la religiosidad popular para mejor evangelizar al pueblo. Las manifestaciones religiosas populares, purificadas de sus defectos, de toda superstición y magia, son indudablemente un medio providencial para la perseverancia de las masas en su adhesión a la fe de sus antepasados y a la Iglesia de Cristo.
"Como toda la Iglesia, la religión del pueblo debe ser evangelizada siempre de nuevo. En América Latina, después de casi quinientos años de la predicación del Evangelio y del bautismo generalizado de sus habitantes, esta evangelización ha de apelar a la memoria cristiana de nuestros pueblos. Será un esfuerzo de pedagogía pastoral, en la que el catolicismo popular sea sumido, purificado, completado y dinamizado por el Evangelio. Esto implica, en la práctica, reanudar el diálogo pedagógico, a partir de los últimos eslabones que los evangelizadores de antemano dejaron en el corazón de nuestro pueblo. Para ello se requiere conocer los símbolos, el lenguaje silencioso, no verbal, del pueblo, con el fin de lograr, en un diálogo vital, comunicar la Buena Nueva mediante un proceso de reinformación catequética" (Documento de Puebla, 457).
6. Al visitar el Estado de Bahía y vuestra bella ciudad de Salvador, cuna de la nación brasileña y punto de partida de la evangelización de vuestro gran país, saludo de todo corazón a los diversos grupos étnicos que aquí se encontraron y fundieron: los indígenas, los hombres de color, los europeos de Portugal y de otras naciones, los orientales y los asiáticos. Perseverad con gran constancia en el camino recorrido hasta hoy. Sed fieles a vuestra misión histórica en América Latina y en el mundo. Estáis demostrando con éxito que la ley fundamental del cristianismo, la fraternidad, puede llevar a la convivencia armoniosa y constructiva del futuro a los más diversos pueblos. Estáis demostrando que la fuerza de voluntad aliada con la fe cristiana puede construir una democracia marcada por el humanismo y la fraternidad.
De vuestras raíces históricas se puede decir, por tanto, que nos transmiten dos lecciones: la de una cultura impregnada desde el primer momento de su existencia, de los valores de la fe y la de la capacidad que esa fe tiene para integrar las más diversas razas y etnias. No en balde dicen los conocedores de Brasil que, juntamente con la lengua, es la fe católica de la mayoría de vuestro pueblo un eminente factor de esa integración que desafía el obstáculo de las enormes distancias, de las difíciles comunicaciones, de las diversidades climáticas.
Quiera Dios que la diversidad en la unidad, evocada en los textos de esta Misa, se realice con la posible perfección en todos los niveles de vuestra comunidad nacional. Que, para ello, el Señor os colme de sus bendiciones.
© Copyright 1980 - Libreria Editrice Vaticana
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana